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La mayor parte de los analistas leen en el resultado electoral una situación de bloqueo o se resignan a que Pedro Sánchez siga descuartizando España para venderla al por menor a cambio de seguir en el gobierno. Desde mi latitud, 52 Norte, y desde la concepción de España como una sociedad del siglo XXI, es posible divisar sin embargo una situación en las antípodas del bloqueo o la división. Lo que se ve desde aquí es una vasta mayoría de centro, de 16 millones de votantes, que se ha fortalecido en la misma medida en la que se difuminaban los extremos. Y ese desenlace bien merece un brindis si estamos dispuestos a aceptar los sacrificios necesarios para sacarle partido. Los números suscriben que ha ganado Feijóo, de eso no cabe duda, pero las matemáticas, contra lo que pueda parecer en estos tiempos de científico descreimiento, no son capaces a menudo de describir fielmente la realidad. Y en esa realidad, algo más desdibujada, si la miramos desde el prisma de los intereses de España, surge una oportunidad de pacto de Estado entre los dos grandes partidos. No hace falta ser alemán para entenderlo.
Cada vez que expreso en voz alta mi deseo de que esa inmensa mayoría de centro se ponga de acuerdo, sin embargo, recibo la misma respuesta: eso en España en imposible. Como si los españoles fuésemos más tontos, una especie aparte, un eslabón perdido en la evolución política. ¿Por qué no pueden PP y PSOE sentarse a hablar de lo que comparten, que es mucho, y dejar atado un pacto de legislatura sobre educación, sanidad, pensiones, digitalización, demografía y atracción de inversión extranjera? Sería necesaria una cocción a fuego lento, las negociaciones durarían un par de meses, hasta caramelizar los egos partidistas. Los ingredientes de tal negociación habrían de ser los contenidos de las leyes de la legislatura, claro está, no los cargos a repartir. Y al salir del horno, se expandiría por todo el país el aroma de la estabilidad durante al menos cuatro años, que es semejante al del pan recién hecho. ¡Ponle peguitas!, que dice mi cocinero de cabecera. Este es el punto de vista de cualquiera capaz de sobreponer el interés de España a los intereses de los partidos: no se trata de serenidad fingida, sino de coherencia.
Pedro Sánchez pactará con el mismísimo diablo para resistir en la Moncloa. Personalmente, preferiría no ver a Pedro Sánchez ni en pintura, mucho menos en el gobierno. Pero ese es mi problema, no el de la democracia española, desde el mismo momento en el que Pedro Sánchez haya obtenido casi ocho millones de votos en unas elecciones limpias. La única vía abierta para derogar el sanchismo, hablando en el lenguaje de los vencedores, a los que justamente corresponde ahora la iniciativa, es la de ofrecerle a Pedro Sánchez un acuerdo más ventajoso que el que le puedan ofrecer Puigdemont, Bildu y Podemos. Disculpen la nomenclatura atrasada, pero no tengo tiempo para seguir la trayectoria de los callejones sin salida. Endiosado, Sánchez exigirá cruentos sacrificios. Hay que contar con eso. El verdadero patriotismo no sabe a orgullo, sino a abnegación y a padecimiento. Y el hombre encargado de elaborar el discurso de la suma es Feijóo, al que corresponde tanto liderar el reto moral e intelectual como conformar su discurso. No va a ser fácil, pero el esfuerzo merece la pena. Por España. Por una España sin frentismos, que sólo benefician a los que viven políticamente de ellos. Sueño con el día en que, junto, pongamos en juego todo nuestro potencial de diversidad, talento y creatividad, en que nos liberemos por fin de las trincheras internas para plantar cara, desde la plataforma formidable de nuestra inmensa riqueza cultural y espiritual, a los verdaderos enemigos. Desde mi latitud, se observa que es ese precisamente el mandato de las urnas, que han puesto a los dos grandes partidos ante la obligación de sentarse a conversar sobre España.
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