Mi profesora de chino, Meng, considera que la lengua y la comprensión del mundo que esta misma expresa son algo así como las dos caras de la misma moneda. Ella sostiene que, para aprender chino, es necesario adentrarse de lleno en la cultura china. Por eso, sus alumnos igual practicamos intrincadas listas de vocabulario, saboreamos semillas de pimienta de Sichuan, meditamos trazo a trazo, con el pincel de caligrafía en la mano, o nos desplazamos en grupo a cualquier teatro en cien kilómetros a la redonda que represente una pieza de ópera Kunqu, que a mí, sin duda debido a mi ignorancia y a que sólo he estudiado chino durante dos años, me sigue sonando al hilo musical del infierno. Algún querido lector malpensado se barrunta ya que voy a llevar este artículo al Congreso y que voy a poner a los diputados a hacer TaiQi con el pinganillo puesto, pero no. Para nada. No voy por ahí. A lo que voy es a que Meng, en su celo por zambullirnos en ese modo de ver el mundo, nos ha dado a conocer la Leyenda de rey Mono, que se remonta a la dinastía Tang y que yo, más que leyenda, abrazo ya como una profecía. Porque aunque hablo español bastante más fluidamente que el chino, he de confesar que son muchas las aristas de la cultura política española que no consigo entender. Me interroga, por ejemplo, el hecho de que el país asista, pasivo y sin moverse del sofá, al espectáculo en el que Sánchez desmonta, pacto a pacto, las garantías institucionales que protegen nuestra convivencia pacífica y el sistema de equilibrios que nos ha proporcionado décadas de estabilidad y prosperidad. La leyenda me ha mostrado que no es pasividad, sino impotencia.
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El rey Mono Sun Wukong nació de una piedra procedente del caos, en las montañas Huāguǒ-shān. Demostró su valor lanzándose por una cascada y hallando tras ella un nuevo espacio que habitar, por lo que los monos lo nombraron rey. Al llegar a este punto, yo ya había visualizado perfectamente a Pedro Sánchez. Una vez tomado el poder, cobró conciencia de que era mortal y su único propósito desde ese momento fue la búsqueda de la inmortalidad. Se disfrazó de humano para aprender junto a un monje budista la capacidad de transformarse y de dar saltos de casi un centenar de kilómetros, habilidades que indiscutiblemente caracterizan al presidente en funciones. El monje termina descubriéndolo y huye, emprendiendo un rosario de latrocinios que no voy a relatar por falta de espacio. Diré solamente que incluso llega a descender a los infiernos para tachar su nombre del del libro de la vida y la muerte. Los humanos, víctimas de sus correrías y de su lema („sin sacrificio no hay victoria«), no lograban detenerlo. Le plantaron multitudinarias batallas, como la de ayer en Madrid. No ejercían de oposición al rey Mono, sino que defendían con los elementos al alcance de su mano la supervivencia del orden del universo, que este iba destruyendo a su paso, siempre en busca de frutos que ingerir para obtener al ansiada inmortalidad. Aunque por mucho que lucharon, no lograron obtener victoria alguna.
Fue entonces cuando intervino Buda, que conmovido por el clamor de los humanos desafió al rey Mono y apostó con él a que era incapaz de saltar más allá de la palma de su mano. Si lo lograba sería nombrado emperador, si no sería encerrado. Sun Wukong saltó entonces hasta lo que él creyó que era el fin del universo, donde se veían ya solamente las cinco columnas del fin del mundo, y orinó en ellas para marcar hasta donde había llegado. En el último momento, descubrió sin embargo que aquellos cinco luminosos pilares no eran sino los cinco dedos de la mano de Buda. La propia soberbia es la trampa del poderoso, nos enseña la milenaria sabiduría china. Empujar hacia ella al tirano es la vía de la liberación.
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