Europa lleva tres años esperando a Alemania. El socialdemócrata Olaf Scholz se vio obligado a formar una coalición ortopédica, paralizante, que ha impedido avanzar al país y ha impedido a Europa dar respuesta a los retos existenciales a los que se enfrenta. Seguimos esperando. Porque sin Alemania no hay Europa. Puede incluso que Europa lleve esperando a Alemania desde mucho antes, como a Godot, aunque Merkel consiguió durante un tiempo imponer una disciplina en torno a su imagen de liderazgo de efecto disuasorio. Pero, ahora que Trump ha abocado a Europa a pasar de la disuasión a los hechos, resulta más evidente que Alemania es ese personaje cuya ausencia constante plantea en el espacio europeo preguntas, reflexiones filosóficas y dudas de dirección hasta lo absurdo. «He aquí al hombre íntegro arremetiendo contra su calzado, cuando el culpable es el pie», dice Vladimir, el inmortal personaje de Samuel Beckett, mientras espera a Godot. Así también la Unión Europea se impide a sí misma tomar decisiones, se autodiagnostica y automedica, semejando colapsar ante las diferencias internas, cuando todo lo que ocurre es que sigue esperando a Alemania. Y todo apunta a que tendremos que seguir esperando todavía un poco más, al menos hasta que Friedrich Merz culmine el proceso de negociación y pueda presentar un gobierno. Veremos entonces si en Alemania ha cuajado por fin la voluntad de liderazgo real que requiere Europa y que va mucho más allá de los marcos financieros plurianuales. ¡No es sólo la economía, estúpido!, cabría responder a James Carville desde nuestro viejo continente.
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Siempre he considerado los procesos de negociaciones de coalición en Alemania como un ejemplo de buen hacer democrático. Los partidos políticos alemanes invierten los meses que sean necesarios para rastrear puntos comunes en los programas electorales y establecer un contrato en el que conste, punto por punto, lo que hará cada Ministerio durante los próximos cuatro años, una sanísima barrera contra la improvisación. Además, queda establecido en el contrato, y esto no es menos importante, de dónde saldrá el dinero para hacerlo. Esta vez, sin embargo, corre prisa. Merz se enfrenta a una negociación endiabladamente complicada, cuando Europa debe estructurar con celeridad una reacción a la desaparición de las normas internacionales que Trump está pisoteando. Y con reacción no me refiero a hacer declaraciones más o menos acertadas, sino a trabajar en una disposición de nuevas relaciones, a un nuevo sistema en el que encajen nuestras capacidades y nuestras aspiraciones, una nueva armadura que proteja de forma efectiva nuestra forma de estar en el mundo frente a otras, más o menos respetables pero, en todo caso ajenas y en según qué sentido amenazantes.
Las primeras pistas que deja traslucir el discurso de Friedrich Merz perfilan una Europa más decidida en lo militar y dispuesta a reformar el Pacto de Estabilidad, para poder endeudarse más libremente. En esta próxima Europa, el formato Triángulo de Weimar, en el que se relacionan de forma privilegiada Alemania, Francia y Polonia, parece sustituir al eje de influencia franco-alemán de otras épocas. El problema de los consejos europeos es que tenemos metidos allí al húngaro Orbán y al eslovaco Fico, dos hombres de Putin, y por eso más exclusivos y fiables. Y será una Europa también mucho menos dispuesta a acoger refugiados e inmigrantes en general. Será una Europa menos sometida a las políticas climáticas, una cuestión de la que ni siquiera Los Verdes han estado hablando en campaña, y más ajena a la parafernalia woke, que tampoco ha aparecido en escena. Esa será la aportación de Merz, una vez que la espera haya llegado a su fin.
El problema del liderazgo alemán, como nos enseñó el siglo XX, es que requiere tutelaje europeo. Son dos fuerzas que se retroalimentan para que, al final, no quede invadida Polonia. Y ese tutelaje requiere a su vez gobiernos europeos de verdad, no estos de subasta y no aptos para menores, por su alto contenido pornográfico, que nos asaltan desde el Telediario.
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