Algunas de las visitas que he recibido en Salamanca, llegadas desde los países por los que he ido reclutando amigos, no han tenido tiempo de buscar la rana. El asunto se zanja citando a Virgilio, el tiempo no espera a nadie«, y a otra cosa. Pero ninguno de mis invitados se marcha de Salamanca sin visitar el Convento de Santo Domingo, así no comamos. Alguno de ellos se ha llevado incluso un souvenir en las cervicales, por permanecer mirando los retratos de Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, incrustados en la bóveda, mientras abundo en el relato de la vida y obra de los genios de la Escuela de Salamanca. Suelo aparcar el monumental legado teológico y económico, por motivos pragmáticos, y presumir a mis anchas de que los Derechos Humanos se inventaron en Salamanca. Aquí nació la revolucionaria idea de que una potencia, aunque vencedora, ha de responder a un derecho natural y un derecho de gentes, de carácter universal, que amparan a todo hombre.Y el mérito es mayor, si cabe, por haber surgido esta idea desde dentro de la propia potencia conquistadora, en un ejercicio de autocrítica. Perdone el mundo mi inmodestia, pero la Humanidad dio un salto en su evolución el día en que, en Salamanca, se cuestionó por primera vez el concepto de esclavitud. Por eso entenderán ustedes que todos los actos que se organicen para conmemorar los 500 años de la Escuela de Salamanca a mi me parecerán pocos. Yo quisiera que la ciudad entera vibrase con esta celebración y que divulgase, en justicia, uno de sus mayores tesoros.
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Quisiera leer una novela sobre las pesquisas que ordenó Isabel la Católica, cuando en 1.500 se entera de que los navegantes han traido mujeres aborígenes y las manda buscar por toda Castilla. El gobernador Francisco de Bobadilla las devolvió cumplidamente en un navío a La Española, lo que hoy es Haití. Quisiera asistir a una clase magistral de Francisco de Vitoria teatralizada, una de aquellas en las que había codazos por entrar, porque todos los estudianes de Salmanca del momento querían escuchar al catedrático. Querría que los hornos salmantinos bautizasen alguna de sus delicias y poder comprar media docena de domingos de soto, por ejemplo, en una caja de pastelería ilustrada con la fachada de San Esteban. Quisiera toparme con talleres de juegos en los que los niños salmantinos aprendan el valor de la dignidad humana, debates en los institutos en los que se recrease la Controversia de Valladolid (1550-1551), con las luces y sombras de fray Bartolomé de las Casas, y excursiones de la Facultad de Derecho al burgalés convento de San Francisco para aprender sobre la redacción de las 35 Leyes de Burgos. Quisiera viajes organizados a Ginebra, para que los salmantinos contemplasen en la sede de la ONU los frescos en los que se rinde homenaje a Francisco de Vitoria y otros miembros de la Escuela, como fundadores del Derecho Internacional. Quisiera fijarlos en nuestra memoria y en nuestra herencia.
Me parece un buen momento para lamentar todos los abusos cometidos, precisamente a la luz de las aportaciones de la Escuela de Salamanca, y para alimentar la hermandad que nos une a los de uno y otro lado del océano, sobre la base del derecho y del recio pensamiento de estos filósofos, más reconocidos en el extranjero que en España. Me parece necesario retomar el pensamiento de la Escuela de Salamanca, que trascendía lo legal y lo jurídico para subrayar que en las acciones de gobierno hay un componente de conciencia y de moralidad. Cabe recordar que Francisco de Vitoria expresó sus tesis contra todos los poderes fácticos del momento, que legitimaban el derecho de conquista, con la fuerza de los argumentos y de la fe. Ojalá los catedráticos de Salamanca recuperasen hoy las reelecciones, conferencias públicas en las que aportaban su opinión a debates notorios, para seguir defendiendo que la libertad y la igualdad son valores inherentes a la naturaleza humana«.
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