Escribo este artículo antes del partido con toda la intención, para lograr sustraerme a todas esas emociones que, ganemos o perdamos, se apoderarán de mi argumentación sin poder evitarlo. Eso es al menos lo que nos enseña el catecismo de Pixar, que las emociones reinan sobre la razón, la voluntad o la espiritualidad, rebajadas las tres a la categoría de súbditos postmodernos. Ahora que todo es esperanza, emoción beatífica y por lo visto verde, podré observar con más claridad este fenómeno social jubiloso por el que hoy todos estamos de acuerdo en algo. Y lo haré con el objetivo de poder aislarlo, reproducirlo en laboratorioo y, ¡ojalá!, suministrarlo vía intravenosa y dando prioridad a los grupos de alto riesgo de polarización, como las vacunas en pandemia.
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Con este afán científico, me pregunto qué es lo que mueve a los no se cuántos mil españoles que han llegado a Berlín, que han renunciado a la comodidad y las vacaciones, que han puesto dinero de su bolsillo para el viaje y que, sin subvenciones de por medio, vienen a «apoyar«. Anoto que en los numerosos chats en los que la normativa interna prohibe tajantemente publicar comentarios sobre fútbol, así como sobre política o religión, asuntos sobre los que los españoles no podemos hablar sin terminar a tortas, hoy se levanta la veda y se multiplican las banderas españolas ilustrando el sentir común. Mi cuaderno de campo luce rojigualda porque registro cada bandera en balcones y en pantallas de televisión, cada camiseta de la selección como uniforme de trabajo o de colegio y cada pintada en la cara de españoles que muestran así que se sienten orgullosos de ser lo que son. Y no dejo de preguntarme qué es lo que nos lanza a esta vorágine tribal, tan ajena a nuestro natural estar a la gresca.
Es como si se desatase una primitiva, salvaje y familiar necesidad de reconocernos los unos en los otros y compartir el mismo latido. Una pulsión habitualmente reprimida por una sociedad politizada que nos impide ejercer deshinibidamente nuestra propia identidad, que nos oprime y hace imposible la salida del armario de la primera persona del plural. Es como si por unos días escapásemos a la dictadura de la tensión controlada, que llega a prohibir hasta la sal, con tal de convertirnos en rebaños sin corazón palpitante. Es como si la épica fuese en realidad nuestro estado natural, al que renunciamos cuando nos sometimos a la falsa premisa que nos convierte en enemigos de nosotros mismos, y como si la selección nacional nos proporcionase una vía de escape, una válvula de presión hacia la que nos lanzamos con entusiasmo.
Después volverá todo a la anormalidad y volveremos a percibirnos como divididos y enfrentados. Pero fijemos en la retina esta imagen, la de hoy, para no olvidar lo que en realidad somos, lo que de verdad sentimos, algo que escapa seguramente a la inteligencia artificial pero que entendió muy bien el manco de Lepanto. Somos los españoles fundamentalmente Sancho Panza, al menos la mayor parte del tiempo. La olla y el sentido común, limitado este al más básico y facilón instinto de superviviencia y beneficio, inspiran nuestro día a día. Pero en lo más profundo de nosotros habita una esencia auténtica, una tendencia a la épica, un impulso Quijote irrefrenable que nos lleva a enfrentarnos gozosamene con fieros gigantes que, a la hora de la verdad, no son más que molinos de viento. Quizá sea por el bien de la Humanidad que permanezca esa natural propensión domesticada. ¿Quién iba a poder con nosotros, si actuásemos siempre enfocados a nuestro bien común? No nos pararía nadie. En el Antiguo Testamento dividió Dios a los hombres en diferentes lenguas en Babel y se diría en la actualidad nos divide en partidos políticos para evitar que logremos lo que nos propongamos y se apodere así de nosotros la soberbia, un sentimiento, por cierto, que no aparece en el catálogo de Pixar.
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