Martin Seligman, un chaval de Albany de hogar humilde, terminó sus estudios becados en Princeton con mención cum laude y logró doctorarse en Oxford. Eso no lo consigue cualquiera. Presidió largos años la Asociación Estadounidense de Psicología, con unos 160.000 miembros, y desde 2005 dirige el Departamento de Psicología de la Universiada de Pensilvania. Refiero estos datos para aclarar desde el principio que no es ningún charlatán.

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En 1967, investigando la depresión, experimentó con varios grupos de perros sometidos a descargas eléctricas. Pobres. Un grupo disponía en la jaula de una palanca que, al ser presionada, bloqueaba las descargas. Aprendieron a utilizarla con rapidez. El segundo no disponía de palanca. Más tarde, todos fueron encerrados en la misma jaula, esta vez con una puerta oculta de escape.

En cuanto comenzaron las descargas, el primer grupo de perros buscó hasta dar con la puerta, mientras el resto permaneció inmóvil, gimiendo de dolor. Los perros liberados volvieron incluso después a buscar al resto, una especie de acto solidario, pero ellos siguieron en su sitio, sufriendo un dolor que creían no poder evitar. Seligman bautizó este comportamiento como «desesperanza aprendida». Concluyó que, si las descargas aumentan a un ritmo progresivo y se mantienen suficientemente en el tiempo, no hay forma de convencer a los perros de que pueden escapar o modificar las condiciones del entorno manifiestamente hostil, por mucho que la salvación esté al alcance de su pata.

Nosotros no somos perros, aunque como a tales se nos trate, pero compartimos con ellos la parálisis de la desesperanza aprendida. Las descargas comenzaron hace ya mucho tiempo: duele España desde Unamuno y desde Ortega, sangró en una Guerra Civil y a causa del terrorismo de ETA, la secuestraron una izquierda y una derecha que han antepuesto sistemáticamente sus intereses partidistas al interés común... pero fue durante la pandemia cuando la inmovilidad cobró corporeidad física.

Encerrada en casa, con los derechos constitucionales suspendidos, España soportó la violación de Estado de Derecho sin siquiera buscar ya la palanca, amaestrada al sufrimiento, un caso clínico de psicología conductual colectiva.

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Las sucesivas crisis, la carencia crónica de empleo de calidad y la cruel falta de expectativas para los jóvenes han modelado nuestro bloqueo durante generaciones. Ahora que se nos arrebata la igualdad ante la ley, esa que con tanto esfuerzo apuntalaron nuestros abuelos y nuestros padres durante la Transición; ahora que se nos sustrae la soberanía en clandestinas e inconfesables negociaciones, nos vemos incapaces de buscar escapatoria. Tenemos que hacérnoslo mirar.

La desesperanza aprendida se ha apoderado de un país en el que la impotencia y la depresión campan a sus anchas.

Pueden ustedes leerlo como una parábola. El que tenga oídos para oír, que oiga. Incluso habrá a quien le parezca una exageración, hablando de un país cuya fachada es de fiesta, sol y perpetuo disfrute culinario.

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Pero la radiografía muestra otra imagen: España es el país del mundo que mayor cantidad de ansiolíticos consume, según lleva años confirmando la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes. Casi uno de daca diez españoles se medicó con hipnosedantes en 2022, el 7,2% de la población a diario. España es un país altamente narcotizado. Y parece que hace falta estar fuera para verlo. Padece una desconfianza endémica.

Sólo el 14% de los españoles confía en los políticos que dirigen las instituciones. El 41% 'no' y el 44% 'en absoluto', según Statista. De todas las instituciones del Estado, sólo la Constitución obtiene un aprobado de confianza, dice el CIS, en un estudio en el que suspenden el Gobierno, la Justicia, el Parlamento y los medios de comunicación.

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He ahí la palanca de la que tirar para no sucumbir a la apatía y articular una respuesta a esta situación, abiertamente adversa y en la que todo apunta a que las condiciones seguirán empeorando. Esto no se arregla con ansiolíticos ni con recetas baratas de Keep calm. Los muros se derriban a base de constancia. ¡A trabajar!

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