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Opinión

Ciudad perdida

A pesar de que Renfe se lo ponga difícil, seguirá habiendo trotamundos que soporten el suplicio con tal de contemplar la ciudad perdida del Campo Charro

Lunes, 1 de julio 2024, 05:30

En los noventa ascendí desde Cuzco a Machu Picchu en tren. No era ni mucho menos el actual Inca Rail, que eleva a los turistas con espíritu transiberiano y todo lujo de comodidades a la ciudad perdida de los Andes, sino el único disponible entonces, un transporte local, a diez por hora, con las ventanas abiertas y un traqueteo ensordecedor. Lo pasé regular. Recuerdo un mareo y cierta indisposición que no sabía bien si atribuir al mal de altura o a la chola que se instaló en el asiento frente al mío junto con su oveja muerta, desventrada y desangrada. Se sacó de la pollera un imponente machete con el que iba descuartizando el animal al tiempo que lo vendía por partes al paso por las estaciones. Despachaba con maestría a través de la ventanilla del vagón a clientes aparentemente avisados y sin necesidad de que el tren se detuviera del todo, bastaba con que aminorase su marcha. Al final del trayecto, quedaban sólo las pezuñas, las moscas y mis vahídos. La recordé el pasado jueves, cuando a las tres y media de la tarde y con el termómetro marcando los treinta grados, incautos pasajeros que embarcaban en Salamanca en el tren con destino a Madrid advertían un golpe de calor al entrar en el vagón. Confiaban en que el bochorno remitiese en cuanto el convoy se pusiese en marcha, pero sucedió todo lo contrario. Castigada por el sol, la caja cerrada del vagón siguió calentándose rumbo a Madrid porque el aire acondicionado no funcionaba. El sopor era insoportable y el olor fue empeorando kilómetro a kilómetro. A pesar de la avería, el vagón no fue sustituido. Todo lo que hizo el personal para mitigar la canícula fue repartir botellitas de agua, naturalmente caliente, entre los sudorosos pasajeros. Insisto, si una patrulla del SEPRONA hubiese detenido el tren para una inspección rutinaria, hubiese comprobado al instante que no cumplía con las más mínimas exigencias de la Ley de Bienestar Animal. La normativa comunitaria establece que en los traslados de animales vivos se debe mantener en el interior del vehículo un intervalo de temperatura de 5º C a 30º C, con tolerancia de +/- 5º C respecto a la temperatura exterior, y esto significa que los équidos, bovinos, ovinos, caprinos y porcinos viajan en mejores condiciones que estos pasajeros de Renfe del pasado jueves.

Tampoco les fue demasiado bien a los pasajeros del día siguiente, en el primer tren de vuelta a Salamanca, que sufrieron la tortura simétrica del frío. Con el día nublado y lluvioso, el aire acondicionado iba esta vez a todo gas y la revisora respondía a quienes pedían clemencia que no había posibilidad de manipular el termostato. Conozco al menos el caso de un chaval como una torre que, desprevenido, viajaba en camiseta y pantalón corto y al que le ha sido diagnosticada después una amigdalitis. Quizá la empresa de transporte haya decidido que, en lugar de aumentar el número de frecuencias, es más práctico reducir el número de pasajeros. No voy a entrar en comparaciones gruesas con trenes de exterminio, que por mi trayectoria intelectual y profesional tengo en mente pero que sería exagerado traer a colación. Aunque lo cierto es que los hubo mejor atemperados que alguno de estos, a los que ahora me refiero. Tampoco es necesario tirar de políticos fenicios, que viven del comercio de votos, para que nos independicen de Renfe. Basta con apelar a los derechos fundamentales del usuario del transporte, que no respeta el monopolio, y señalar que ya se puede esforzar Salamanca organizando desfiles renacentistas, festivales gastronómicos y visitas monumentales, mientras el viajero deba sufrir tormento para llegar y volver. A lo que debo añadir que siempre los habrá. A pesar de que la red ferroviaria se lo ponga difícil, seguirá habiendo trotamundos que soporten el suplicio con tal de contemplar con sus propios ojos la ciudad perdida del Campo Charro.

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