Primero, asistimos a la salida de las tropas de Afganistán con la conciencia sucia, por dejar en las sangrientas manos de los talibanes a niñas, a mujeres y a todo aquel que en algún momento se hubiese comprometido en el país con los valores de la democracia, la libertad y los derechos humanos. También hicimos como que no nos habíamos percatado del todo de la anexión de Crimea, porque no soportábamos la idea de que se viniera abajo nuestra ilusión de pax romana en Europa. Y cuando las tropas rusas entraron en Donetsk y Lugansk nos vimos obligados, por la fuerza de los hechos, a aceptar la objetividad de una nueva guerra desatada en suelo europeo. Aquello que sabíamos con certeza que jamás verían nuestros ojos, desfilaba rampante, delante de nuestras narices. Pero, recién salidos de la pandemia, pedimos otra de gambas y seguimos con nuestra vida. Bastante teníamos con llenar el depósito, llegar a fin de mes con algo de aceite de oliva en la cocina y pagar la hipoteca. Las autoridades europeas tiraron por la calle de en medio: imprimiento más billetes, emitiendo deuda y soltando a espuertas dinero público con el que dopar la economía y narcotizar a la población: todo con tal de evitar estallidos de malestar. Ahora la recesión muestra sus orejas de lobo. La guerra en Ucrania ha servido, además, de tanteo. Ha quedado en evidencia hasta qué punto la OTAN está dispuesta a responder por los amigos, cuánto tardan sus miembros en reaccionar y bajo qué presiones políticas cambian los países su política exterior, para malearla de acuerdo a las necesidades partidistas circunstanciales. Y mientras nosotros nos íbamos otra vez de vacaciones, por fin sin mascarilla y regodeándonos en la despreocupación, Rusia daba forma a su bloque de aliados y China al suyo, ante un potencial conflicto sobre Taiwan. Lo último que sabemos es que China está intensificando su presencia militar en torno a la isla, con hasta 103 vuelos de aviones de combate sobre su territorio en un sólo día. Por no hablar de Kosovo, donde los soldados de la ONU mantienen un precario status quo que Serbia desea hacer estallar lo antes posible. Y este escenario es al que se ha sumado el ataque de Hamás contra Israel y la consiguiente desestabilización de Oriente Medio. Esperemos que nadie deje caer una colilla encendida por descuido. Cuando el pasado mes de julio nos advirtió el Papa Francisco que ya «estamos viviendo la Tercera Guerra Mundial», preferimos escucharlo en modo parábola, pero cualquiera que haya pisado este fin de semana las calles de París, Londres o Berlín ha tocado el belicismo con sus propios dedos. Conozco a judíos ingenieros y médicos que han hecho las maletas en Alemania para volar hasta Tel Aviv, en respuesta a una llamada de reclutamiento. Conozco a diplomáticos que llevan dos semanas sin dormir, trabajando día y noche en contactos más frustrantes que fructíferos para evitar que se extienda el conflicto. Temen que Hezbolá intervenga atacando a Israel desde el Líbano. En España quizá no se perciba la gravedad, porque el gobierno en funciones prefiere un cobarde y artificial segundo plano que no perjudique la investidura. Pero en el mundo real, la temperatura geopolítica global ha subido tantos grados que el peligro de incendio es considerable.

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Hoy es más necesario que nunca evitar posiciones o declaraciones incendiarias. Estamos a una sola chispa de distancia de una crisis global con múltiples frentes, un desafío muy especial, además, para las democracias liberales, cuya fragilidad es inherente a sus estructuras básicas. A diferencia de otros estados, sus fuerzas de seguridad tienen poderes limitados. La libertad de expresión, que no es una licencia para hacer apología del asesinato, sirve a veces sin quererlo a ese fin. Y sin defensores fuertes, incluso un orden liberal puede colapsar.

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