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Francia tenía unos 200.000 bares en 1960, que a menudo servían como centro de gravedad social para comunidades de todo el país. En 2015, ese número había caído a sólo 36.000, con la mayoría de los cierres en áreas rurales, según un informe de 2017 del organismo de la industria France Boissons y la agencia de estudios del consumidor CREDOC. Desde entonces, el número ha seguido disminuyendo y en más de dos tercios de los municipios ya no hay ninguno. La Asamblea Nacional ha decidido tomar cartas en el asunto y proteger esta especie en extinción.

Puestos en España, la desaparición de los bares puede sonar a distopía poco creíble. Antes se acaba el mundo, pensarán muchos. Pero ni somos el país de la UE con más bares, que es Eslovaquia con sus uno por cada 1.500 habitantes, ni puestos en la provincia de Salamanca nos es tan ajena esa agonía. Al igual que en Francia, muchos de nuestros pueblos se van quedando sin bar y con ello sin punto de encuentro en los largos inviernos. Sin echar la partida ni echar la hebra. Sin ancla a la comunidad, que para muchos mayores significa perderse a la deriva de la soledad.

Para promover su conservación, Francia acaba de suspender las normas administrativas para núcleos de población de menos de 3.500 habitantes, que son unos 31.000 pueblos. A partir de ahora será mucho más sencillo obtener la licencia, una desregulación que ha sido aprobada casi por unanimidad del parlamento francés, con 156 legisladores que la respaldaron y solo dos que votaron en contra. No se trata de dar ayudas públicas, sino de facilitar las cosas y allanar el camino a la iniciativa, que puede ser individual o comunal.

Menos exigencias y menos impuestos querría yo para cualquier servicio en áreas despobladas. No sólo el bar, sino también y por delante para tiendas, asociaciones, cooperativas, residencias, clubes deportivos y empresas de servicios de asistencia o actividades culturales. Pero hay que reconocer que desde la barra de un bar la vida cobra otro sentido y se agita, bien cargada, la existencia en común. Cuando leo «Mientras haya bares», de Juan Tallón, o «La leyenda del Santo Bebedor», de Joseph Roth, caigo en la cuenta de un tipo de pobreza, miseria social, que no está recogida en ningún código de derechos y contra la que luchan en solitario y en el día a día nuestros hosteleros. Tapa a tapa, café a café. Propiciando esa serie de momentos en los que paramos a respirar, no a desconectar sino precisamente a conectar con lo verdaderamente importante, y envolviendo la vida en papel del celofán de los instantes compartidos. Cortado con un par de churros y el periódico de papel, experiencia en vías de convertirse en privilegio de sólo unos pocos.

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