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¡Que más quisiera yo que poder disfrutar del programa de ferias de arriba a bajo, hasta el último cabezudo y la última caseta. Pero por escueta que resulte algunos años la programación, este quizá incluso deslavazada, las obligaciones laborales me impiden abarcarla y tengo que conformarme con alguna pincelada, aquí o allá, que me permita fantasear con la idea de que yo también he estado en las fiestas de septiembre. Y esta vez la pincelada ha sido todo un brochazo: el concierto de Alaska. Ni Fangoria, ni Dinarama, ni Pegamoides, ni de Luxe, sino Alaska, la figura en torno a la que ha girado todo ese talento musical y cuyo poder de convocatoria se extiende a varias generaciones que bailaron juntas el viernes en la Plaza. Tuve la sensación de que allí estábamos todos. Estaban los más canosos, que un día leyeron en aquellas coloridas rastas que se gastaba la amiga las ansias de alternativa y diferencia, en plena Transición. El común denominador de las dictaduras, ya sean de derecha, de izquierda o los autoritarismos postmodernos que nos amenazan hoy en día, es que establecen un molde al que han de ajustarse los individuos, así haya que romperlos a tal efecto. Y Alaska, ya desde su minoría de edad, corporeizaba el desafío de resultar indiscutiblemente única. Estábamos también los siguientes, los que no vivimos La Movida ni sus estragos en persona, porque todavía éramos muy niños, pero fuimos catequizados en el punk desde La Bola de Cristal. Y después, cuando terminó todo aquello de La Movida, cuando la democracia se había instalado felizmente y dejaba ya de tener sentido la provocación generalizada, Alaska terminó convertida en la voz de aquellos españoles a los que la Constitución garantizaba ya la igualdad pero a los que la sociedad seguía escatimándosela. No sólo los sacó a bailar, sino que los convirtió en las reinas de la pista. Hubo tanta pluma sobre el escenario que por por momentos pareció que la Plaza echaría a volar. Y allí estábamos todos, bailando, también esa última generación que ha cantado a voz en grito los himnos de Alaska en el coche con sus padres, sin conciencia de todo lo que arrastra pero también identificados con su grito de guerra: „yo soy así y así seguiré«. Y bailábamos todos, con la tibia y el peroné, y con los huesos desencajados, sobre todo los de mi quinta hacia arriba, en un gozoso conjunto descrispado y desporlarizado, ese al que la política española se empeña en negar su existencia, que como Olvido tiene un padre republicano exiliado y una madre de derecha, o viceversa. Alaska es perfectamente capaz de abrazar la transgresión intelectual y las vanguardias tan concienzudamente como las variedades o las revistas del corazón y el cine español en blanco y negro. Y todo eso a favor, nunca en contra de nadie. El heteropatriarcado cultural no es precisamente su rollo, salta a la vista, pero la militancia en contra tampoco. Si acaso, critica los prejuicios. No promete ni predica la libertad, sino que la ejerce, apasionadamente, y ahí radica su magnetismo, que no pierde fuerza con el paso de las décadas y que sigue siendo capaz de ponernos a bailar, sin más división que la que se inventa interesadamente y por mucho que le pique a RTVE. Esto es lo que he podido rascar este año de las ferias y voy servida: la constatación de que la idea de las dos españas es prefabricada, que hay tantas españas como españoles, tantas salamancas como salmantinos, y que podemos cantar todos juntos y a grito pelado: «No quiero más dramas en mi vida«, celebrando tantas pasiones como limita solamente el aforo de la Plaza y vibrar al ritmo de las mil campanas que suenan en el corazón de Alaska y de todos aquellos dispuestos a vivir según su propio criterio y a dejar vivir a los demás. Así que ahí os dejo, bailando, con mis mejores deseos para el resto de las ferias.
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