Si vuelvo de vez en cuando a campos de concentración nazis es sólo porque los amigos que me visitan se han puesto muy, pero que muy pesados con su anfitriona en Berlín. O por aniversarios como este. Y no es el estrés emocional lo que trato de evitar, sino la profunda desazón intelectual que me despierta el hecho de constatar, palpar y degustar el convencimiento de que puede volver a pasar, en cualquier momento y en cualquier lugar. Que sólo hace falta cierta dosis de populismo y demagogia, un aliño de beneficios colaterales y un generoso chorro de violencia para desatar la banalidad del mal, cita indispensable de Hannah Arendt.

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Todo empieza con un par de escalofríos y un helor húmedo que se te cala en los huesos y que no te quitas de encima hasta varios días después. Entrar a Auschwitz y destemplarse es todo uno, seguramente porque al cruzar la puerta, el Arbeit macht frei, cobra cuerpo ese abismo insondable entre lo que estamos llamados a ser y lo que en realidad somos. Esta es la evidencia a la que acuden hoy a rendirse fejes de Estado y Gobierno de toda Europa, en el 80º aniversario de la liberación de Auschwitz. Después sigue con el remolino de preguntas sobre cómo se pudo entregar a tal orgía de crueldad deshumanizada una nación libre y culta, la cuna de Beethoven y Bach, de Kant, Hegel y Fichte, de Gutenberg, Planck y Einstein, y las consiguientes y espeluznantes respuestas. La historia del siglo XX nos ha demostrado que ni la Cultura ni la Ciencia sirven como vacunas eficientes contra el sometimiento de la voluntad de las sociedades, en contextos de sociedad de masas, de poder de propaganda y de beneficios económicos. Una cuidadosa mezcla de miedo y lucro funde cualquier principio ético y abre cualquier cerradura institucional: no estamos a salvo. Y el proceso sigue, después de haber regresado a casa y durante un largo periodo de tiempo, impregnándolo todo de pesimismo existencial y conciencia dolorida. Finalmente, surge la necesidad de luchar contra todo tipo de totalitarismo, por disimulado que se presente. Y eso te complica la vida.

De todos los supervivientes de Auschwitz a los que he entrevistado en sucesivos aniversarios me queda un pesar. Theodor Adornó pensó que no se podría volver a escribir poesía después de Auschwitz y yo he caído en alguna ocasión en la trampa de pensar que no es posible vivir conscientemente después de Auschwitz, pero ambas son equivocaciones. La vida, con su poder insoluble, vuelve siempre a abrirse paso, por encima de la barbarie, de los pecados veniales y capitales colgados al cuello de las víctimas. Es más fuerte. Se vuelven a levantar, las personas y las sociedades, aunque no sean ya las mismas. Y son capaces de destilar la experiencia en una forma más elevada y generosa de existir, ¡pero a qué precio!

Cada vez que visité un campo de concentración nazi por primera vez, recogí del suelo una piedra, un guijarro aparentemente insignificante, y los deposité después en mi biblioteca. Colocar una piedra en una tumba es para los judíos una forma de honrar y recordar a los fallecidos. Las piedras simbolizan la permanencia y la eternidad, a diferencia de las flores, que se marchitan con el tiempo. Inicialmente, coloqué esas piedras junto a los libros sobre historia, política y sociedad centroeuropeas, para asegurarme de que todo lo que leyese de ese apartado lo hiciese a la luz del Holocausto. Con el tiempo, he ido repartiendo esas piedras también por el resto de estanterías, cuando he ido cayendo en la cuenta de la necesidad de que su presencia lo empape todo. Para no perder la memoria de cada uno de los supervivientes con los que hablé, aunque los años nos vayan privando ya de su testimonio. Para no olvidar que cualquier paso de derribo de garantías democráticas y libertades civiles es un paso en el camino que lleva hasta Auschwitz.

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