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Vitali Klichkó no le tiene miedo a las peleas. Creció compartiendo dormitorio con su hermano Wladimir, cinco años mayor que él y cinco veces campeón mundial de la categoría peso pesado. Todos los que hemos crecido con hermanos intuimos lo que debió ser esa litera.
Vitali, que viene a ser un armario de dos puertas, también boxeó después como profesional y logró quince victorias por el título mundial de peso pesado, tres por la OMB y doce por el CMB, antes de convertirse en el alcalde de Kiev.
Por eso, cuando comenzó la invasión rusa de Ucrania, recuerdo haber visualizado las cúpulas verdigualdas de la catedral de Santa Sophia y haber pensado vagamente en aquello que a menudo escuché repetir a las hermanas teresianas: que Dios atina a repartir las cargas a quienes pueden con ellas.
Hace unas semanas tuve ocasión de preguntarle cual ha sido hasta ahora para él el peor momento de la guerra y confieso que esperaba una respuesta referente a los más crudos bombardeos sobre la capital ucraniana.
Pero su peor pesadilla, según él mismo contestó, se hizo realidad el pasado mes de octubre, cuando un ataque ruso a las infraestructuras de la joya del Dnieper dejó al ochenta por ciento de su población sin agua potable.
Klichkó me habló de la angustia y la impotencia de un alcalde consciente de lo que eso supone, sobre todo para ancianos y niños de corta edad, y de sus denodados esfuerzos para hacer llegar a la ciudad a toda prisa contenedores de suministro. He recordado su gesto de congoja cuando he sabido, esta semana, que once pueblos de Salamanca han sufrido en lo que va de año esa misma falta de agua potable. Como si estuvieran en guerra, sus ayuntamientos han debido gestionar la llegada de más de un millón de litros, por culpa sobre todo de averías en las redes y de problemas de calidad.
Sin comerlo ni beberlo, les toca batallar con la falta de un servicio público básico y poner en movimiento a la Diputación para que el agua llegue con rapidez.
Eso sin haber comenzado la sequía y bajo amenaza de espantar a los veraneantes, elemento vital para la economía de muchos pueblos.
Aquí no hacen falta los rusos para dejar municipios enteros sumidos en el desabastecimiento de un bien tan esencial como es el agua potable.
Si esto sucediese en Madrid o en Barcelona, ya estarían los unos y los otros armando barullo y buscando culpables. Pero como sucede en la España vacía, a nadie le importa un cuerno y se asume con resignación y condescendencia.
Los ayuntamientos rurales se quedan solos con su patata caliente y en la categoría de lucha de peso pluma. La población rural, que no pertenece a la casta patricia capitalina, sigue pagando los mismos impuestos por un agua corriente potable que no recibe.
A la empresa que disfruta de la licitación pública y que es la que cobra de esos impuestos por un servicio que no es capaz de prestar en condiciones nadie le pregunta nada, no se vaya a molestar. Y ni mucho menos se le exigen compensaciones. Y a las que fabrican los fertilizantes que se deslizan después al agua corriente nadie les pide tampoco cuentas. Nadie cifra los daños personales y económicos. Nadie reclama.
Está claro que en Madrid esta es una guerra que hace ya tiempo se dio por perdida, la de los servicios públicos en las áreas rurales, y el único objetivo parece ser el de la administración de la quiebra.
Como si los habitantes de todos esos pueblos no fueran ya ciudadanos con todos sus derechos, sino fantasmas del pasado. Pero, para sorpresa de todos, ahí siguen resistiendo. En la batalla inconclusa por los servicios mínimos y contra la despoblación.
Sin desaliento. Seguramente porque es verdad que Dios atina a repartir las cargas a quien puede con ellas.
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