Que el Partido Nacionalista Vasco, fundado en 1895, fue en sus orígenes fervorosamente religioso católico ultramontano, excluyente y xenófobo nadie lo duda, a poco que se eche un vistazo a la biografía de su creador, Sabino Arana.
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Este contemporáneo de Miguel de Unamuno –casi vecino suyo en Bilbao y apenas un año más joven– se rebeló ante la pérdida de los viejos fueros vascos decretada por Cánovas en 1876 y se alarmó ante la irrupción de miles de emigrantes que acudían a las provincias vascongadas –Bilbao y Vizcaya en especial– a trabajar en las florecientes industrias, las que habrían de encumbrar a la burguesía del ahora boyante País Vasco, pero que, como contrapartida, contribuirían a quebrar la identidad propia de la pureza racial vasca.
Esos principios ideológicos justificaron el viejo lema del partido: «Jaungoikoa eta lege zaharra», que viene a ser algo así como «Dios y la ley vieja».
Cualquiera puede colegir, no sin cierto pasmo, el carácter «progresista» e izquierdista con el que en la actualidad sus dirigentes abrazan entusiasmados al no menos progresista Pedro Sánchez. En realidad, el PNV se podría describir como un partido democristiano, nacionalista y de rancias derechas. No resulta fácil, pues, explicar las sorprendentes pulsiones a la hora de sellar pactos con quienes, en principio, deberían ser sus rivales.
Haciendo caso omiso de las veleidades –o más que veleidades—del PNV durante la Guerra Civil con el fascismo italiano, ahora sus dirigentes se ven abocados a la triste tesitura de entregar más pronto que tarde el poder a quienes les están royendo ya los corvejones, es decir, a los herederos políticos de la ETA. Sí, esos chicos díscolos de la gasolina, las bombas y las pistolas que se encargaban del trabajo sucio mientras otros, más aprovechados y sagaces, recogían las nueces.
Pero volviendo a los orígenes del segundo partido político más antiguo de España, curiosas, controvertidas y polémicas fueron las relaciones de Arana y Unamuno acerca de asuntos tan delicados como la lengua, la historia, la religión o la naturaleza misma de la raza vasca. Unamuno nunca renegó de su origen vasco, algo que defendió con riesgo de la propia vida. Incluso en algún escrito de juventud se pronunció sin ambages en defensa de los privilegios arrebatados. Se trataba de un nacionalismo más institucional, sentimental acaso, pero sin la ideología radical y excluyente que Sabino propugnaba. El «españolismo» unamuniano no casaba con la ideología radical, violenta y abiertamente separatista propugnada por el venerado fundador. Salamanca le abrió a don Miguel los ojos a otra realidad, y, a pesar de las muchas disensiones con los poderes locales, le haría ver lo absurdo de unas querencias claramente anticuadas que –quién se lo iba a decir– aún perviven.
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