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No sé qué tiene Suiza para que últimamente sea un país tan mentado y popular. Acaso porque en la infancia leíamos la gesta de Guillermo Tell y su certero tiro de ballesta con el que ensartó la famosa manzana; o porque allí se fabrican relojes de cuco en abierta competencia con la Selva Negra alemana; o tal vez por sus populares navajas rojas multiuso con la crucecita blanca; o por los chocolates y las vacas de gran producción láctea; o por las fondues y racletes; o por el minúsculo Davos, a cuyo foro económico acuden anualmente los que de verdad gobiernan el mundo. Puede que para algún experto en demografía la razón sea que compartimos con ese país los mayores índices de longevidad (eso sí, superados por Japón). Desde luego, lo que no compartimos es la renta per cápita del país neutral por antonomasia.
¿Y de Ginebra qué? Ginebra es bien conocida por el chorro de agua del lago Léman; por las famosas convenciones y convenios para tiempos de guerra; por ser la sede europea de la ONU, lugar en el que, por cierto, hay un extraordinario homenaje a Salamanca, ya que nuestra universidad fue cuna de los derechos humanos, como nos recuerda la sala de Escuelas Mayores donde se honra la memoria de Francisco de Vitoria. Allí se exhibe la soberbia reproducción del mural que en los años treinta del pasado siglo realizó José Luis Sert para la sala de los Consejos en el palacio de la Sociedad de Naciones.
Ginebra es, además sede de la Cruz Roja y de una universidad fundada por el réprobo (para los católicos) Calvino. Pero algo más tendrá para que los representantes de dos gobiernos –el de una autonomía que quiere ser nación independiente (Cataluña)– y el de una nación –que no sabe muy bien lo que quiere ser (España)— se conchaben «de ocultis» bajo la mediación, verificación, o como se quiera llamar, de un fulano experto en intermediar con terroristas, narcotraficantes y demás hez asentada en determinados países iberoamericanos. Ojo, se anuncian más relatores de similar jaez.
También en Ginebra coincidieron en su día enviados del gobierno español con representantes de ETA para ver cómo podía concluir la perversa espiral que ensangrentaba las calles casi a diario. Ahora no hay sangre. Solo una vomitiva ambición de poder so capa de convivencia trasmutada en desvergüenza, indignidad y humillación. Tanta, que a este paso todos estaremos a merced de un delincuente fugado, futuro exconvicto.
Conservo un grato recuerdo de Suiza. En vacaciones muchos universitarios íbamos en busca de trabajo al país helvético para financiarnos el curso siguiente. Un verano me tocó uncirme a una fresadora que elaboraba piezas para maquinaria textil cuyo destino era Béjar. Esperemos que con el encuentro ginebrino al menos resucite la industria textil. La de Béjar, no la de Tarrasa.
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