Malas noticias para los amantes del chocolate (el de verdad, no el de bajarse al moro, ni el de las brasileñas del «maravillao» en la tele de hace años). Los mercados internacionales andan revueltos por la subida del precio del cacao en origen. Ese origen es Costa de Marfil, junto con otros países africanos. En Sudamérica se cultiva sobre todo en Colombia y Ecuador. Ya los primeros conquistadores españoles dieron noticia del cacao y sus derivados al ser testigos del consumo entre los nativos mexicanos. También algunos viajeros ingleses del siglo XVI informaron en sus diarios de ese bebedizo, casi ritual, «alimento de los dioses» y de su cultivo en México. Así, a un tal John Chilton, comerciante que partió de Cádiz en 1568 y permaneció en México durante dieciocho años, le llamó la atención la planta de cacao, con la que los indios pagaban tributo al rey de España. Cada carga de cacao valía treinta reales de plata. En el valor del cacao se fija otro aventurero de finales del XVI llamado Henry Hawks, para quien el cacao «es la mejor bebida de todas las Indias y sirve como moneda de cambio en los mercados para comprar carne, pescado, queso y otros productos», además de constituir un gran manjar para los nativos. Ese manjar es el mismo que provocaría sesudas disquisiciones teológicas en el siglo XVII acerca de si el consumo del chocolate quebrantaba o no el ayuno cuaresmal. Y eso sin contar el efecto afrodisíaco que se le atribuía, lo cual subrayaba la incidencia del brebaje en lo pecaminoso.

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Tras décadas en las que la producción del cacao africano estuvo en manos de multinacionales, el resultado han sido grandes beneficios para estas empresas y escasos ingresos para las economías de los países productores. Algo parecido podría decirse de los cultivadores americanos. Ahora, los elevados precios se justifican por el cambio climático y las grandes sequías padecidas durante las últimas temporadas.

Los suizos son líderes del consumo mundial de chocolate desde el siglo XVII. Otras naciones europeas no van a la zaga: los alemanes, por ejemplo; los belgas, con sus apetecibles y apetecidos bombones; y los franceses. En España hay una gran variedad de chocolates artesanos, localizados principalmente en la zona levantina, aunque casi todas las regiones tienen sus fábricas más o menos tradicionales (la Maragatería, sin ir más lejos). La niñez de una buena parte de la población se asocia a un producto en polvo, hecho a base de cacao soluble y azúcar, anunciado con la musiquilla pegadiza del «negrito del África tropical», imprescindible, según la machacona melodía radiofónica, en los desayunos y meriendas. Últimamente, como el chocolate auténtico está por las nubes, abundan los sucedáneos, líquidos y sólidos, que no vienen a ser más que el chocolate del loro.

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