Durante la posguerra se hizo habitual el uso del término «significarse». Cualquier desvío de la obediencia ciega a las normas y consignas ideológicas implicaba significarse, ora por acción, ora por tibieza o por falta de encendido entusiasmo. Curiosamente, quien siguiera al pie de la letra la ortodoxia del régimen no se significaba (salvo algún caso de exaltación extrema), sino que obraba como cabía esperar en tales circunstancias. Era, pues, el comportamiento normal que se les supone a las gentes de bien. Significarse conllevaba una carga negativa. Y peligrosa, sobre todo si existía algún posible antecedente de «rojerío». Hasta apellidarse Rojo estaba mal visto, y el que podía se cambiaba de apellido. Claro que adoptar el de Encarnado o Colorado tampoco solucionaba mucho.

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En mis años de estudiante universitario, y no digamos en los de las promociones anteriores, los padres insistían en la cantinela de que no había que significarse, no fuera a ser que te cayera un expediente, o peor, la detención en alguna algarada, y con ello adiós a las prórrogas y derechito a la mili. Tampoco convenía significarse en la vida cuartelera. El consejo más repetido era no significarse ni apuntarse voluntario para ningún cometido. Lo mejor era pasar inadvertido y esperar agazapado a que llegara el ansiado día de la licencia.

Hoy día la «significación» se ha ido modificando. En algún discurso el orador de turno –político por lo general— utiliza el verbo transitivo «significar» como equivalente a declarar, comunicar o hacer saber. Incluso lo usan como sinónimo de «trasladar» («hoy quiero trasladarles a ustedes que estamos trabajando en la mejora de la puntualidad de los trenes», por ejemplo).

De un tiempo a esta parte, un medio de tirada nacional se ha significado como adalid de la pureza ética de la Universidad de Salamanca. Cada uno puede opinar y escribir lo que quiera, con plena libertad, faltaría más, como yo lo hago en este diario «de provincias». Y sostener su criterio en foros, en tertulias al uso o a través de los cauces que estime más convenientes. Las universidades, como todas las instituciones públicas, deben estar sujetas a escrutinio. Pero al cabo de los meses no deja de resultar chocante (líbrenme los cielos de decir sospechoso) que, con estudiada cadencia, esta universidad, o sus representantes, salgan a relucir con una intencionalidad cuando menos dudosa. Lo que me asombra --y me duele en tanto en cuanto he entregado cuarenta y cinco años de mi vida a esta institución-- es el hecho de que haya personas que se llenan la boca hablando de la honra, la gloriosa tradición y el secular prestigio de la universidad sin darse cuenta –o dándosela, que es peor— de que al significarse así podrían estar contribuyendo, acaso sin percatarse de ello, a minarla desde dentro.

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