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Recuerdo con nostalgia la etapa de estudiante cuando era usuario del tren denominado Ruta de la Plata, una vez arrumbado el viejo ferrobús que partía de Astorga. El nuevo tren (creo recordar que se denominaba TER o algo parecido desde el punto de vista de la nomenclatura de RENFE) comenzó su recorrido entre Gijón y Sevilla en días alternos: lunes, miércoles y viernes en un sentido; martes, jueves y sábados en el otro; y el domingo descansaba. La demanda debió de ser tal que al poco tiempo circulaba diariamente en ambos sentidos. Puede que en tan largo viaje alguno de los tramos no resultase rentable, no lo niego. Con todo, ese medio de locomoción comparativamente cómodo, rápido y moderno para su época supuso un gran avance en las comunicaciones del oeste español en beneficio de personas, bienes y mercancías en general.
Cuando de forma arbitraria y nunca satisfactoriamente justificada el Gobierno de entonces, a través de un tal Enrique Barón como ministro de Transportes, decidió suprimir en 1985 ese medio de locomoción, muchos lo lamentamos. Yo, en concreto, ya no podía viajar desde León a Salamanca sin cambiar de tren, sino que tenía que ir a Valladolid o Medina y desde allí conectar como pudiera. En fin, una lata. Las quejas, los lamentos y protestas de nada sirvieron ante un poder político recién llegado y dispuesto a sanear la economía nacional como fuera. El pretexto era, naturalmente, el ahorro ante un abultado déficit que era preciso enjugar.
Esa vía férrea venía siendo utilizada desde principios del siglo XX por los pastores trashumantes que, procedentes de los puertos de León, embarcaban sus ganados en Astorga y seguían hasta Palazuelo-Empalme, en las proximidades de Malpartida de Plasencia. Desde allí continuaban los rebaños a pie hasta las dehesas más al sur, en las provincias de Cáceres y Badajoz. Palazuelo era ya desde finales del XIX un nudo ferroviario importante que gozaba de cierto impulso económico debido a su ubicación como cruce de las líneas Madrid-Valencia de Alcántara, por un lado, y Astorga por otro. Luego, su próspera fábrica de tabaco dio «la última calada» y cerró. Pero con cigarrillos o sin ellos, el oeste español, de arriba abajo y de abajo arriba, languidece. Aún seguimos padeciendo menosprecios en las comunicaciones de esta parte del país. Véanse si no las frecuencias del Alvia.
Hoy da pena contemplar los viejos embarcaderos de merinas desmochados, las estaciones demolidas o ruinosas y las que antes fueran vías con sus pintorescos trazados, engullidas por la maleza. Surgen de vez en cuando iniciativas en pro de la línea férrea, pero dudo que esas voces tengan mucho eco en las alturas. Me temo que nos hemos quedado para siempre sin el «Puta de la Rata», como le llamábamos humorísticamente los usuarios más jóvenes.
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