En cualquier guateque de los años sesenta no podía faltar la muchacha que sobresalía por su encanto, la más agraciada, rubia por lo general, con la que todos queríamos bailar. Ella era consciente del interés que despertaba, por lo que hacía valer su atractivo y sacaba provecho de la pugna soterrada latente entre el mocerío. Coqueteo por aquí, coqueteo por allá, y a la postre resultaba que tenía un novio formal haciendo la mili en aviación. Con eso se desvanecía cualquier esperanza de llevarse la gata al agua. No había nada que hacer, por más que en el tocadiscos sonara una y otra vez «Noches de blanco satén» de los Moody Blues.
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Salvando las distancias, algo semejante ha sucedido con Puigdemont, trasunto de la rubia del guateque con quien varios pretendientes quisieron bailar, arrimado y en lo oscuro, durante el barullo político de los últimos meses. Por fin, Sánchez, apuesto y castigador, consiguió arrinconar a la presa —apreteu, apreteu— y bailar pegado —eso sí es bailar— hasta caer rendido ante la rubia que se lo llevó al huerto con gran facilidad. Fue un arrechuchón de conveniencia. A otros tenorios con pretensiones les tocó danzar con la más fea. Véase, si no, a un ministro tirillas flirteando con una dama voluminosa, barrigona y mal encarada. También él se dio el lote, y sin hacer mayores ascos, corrió, aún jadeante, a fotografiarse para alardear ante la camarilla de haberse dejado seducir por tan melindrosa, repulgada y oblonga doncella.
Esta podría ser una versión libre, tal vez visionaria, de lo acontecido en la berrea política de las últimas semanas hasta alcanzar, por fin, la firma de los ansiados acuerdos presidenciales. Recordando el tango de Santos Discépolo, «vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos». A estas alturas ya nada debería sorprendernos. Las fechas apremiaban y había que sellar pactos. De lo contrario, en palabras de Cervantes, «donde no hay tocinos, tampoco hay estacas» (de donde colgarlos). La negociación fue mucho más larga y tediosa, pero no es cuestión de recrearse en las humillaciones padecidas en Bruselas, en las noches en vela, ojeras y desplantes, mientras la contraparte se regodeaba con visible recochineo. Cabe suponer, ante tanta cuchufleta, que los emisarios sintieran la tentación de arrojar la soga tras el caldero y echarlo todo por la borda, a poca dignidad que les quedara, lo cual no era el caso. Finalmente, remedando el título de una comedia de Shakespeare, bien está lo que bien acaba. Y es que (otra vez Cervantes), «en casa llena presto se guisa la cena». Ahora es de esperar que, con tanto apreteu y con los tocinos colgando de los varales, no haya sobresaltos antes de la investidura, y tornen hogaño los pájaros a los nidos de antaño. ¡Ah! Y que la rubia no sea de bote.
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