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La inclusión de etarras en las listas electorales de algunos pueblos del País Vasco –asunto sobre el que cierta prensa ha pasado de puntillas-- me trajo de nuevo el lejano recuerdo de Antonio el del Bierzo. Cuando yo lo conocí estaba jubilado de la mina, tenía una pequeña viña y elaboraba su propio vino en la bodega que varias veces visité. Hacía poco que había construido una casa de la que se sentía orgulloso. Allí vivía feliz con su mujer. Tenían un hijo, al que no llegué a conocer, porque estaba interno en algún colegio religioso. Al cabo del tiempo supe que había ingresado en la Guardia Civil. Cuando años más tarde volví a visitar a Antonio me encontré con que había fallecido. Su hijo, su único hijo, había muerto asesinado en el País Vasco. Antonio murió de pena y su mujer, sola en una casa tan grande, no tardaría en seguirle. Una familia, como tantas otras, destrozada por el terrorismo. Situaciones similares se vivieron en muchos pueblos, donde jóvenes guardias, policías o militares buscaron un futuro mejor que el de sus padres y lo pagaron siendo asesinados por los terroristas.
A esos pueblos nunca llegaron vascos o catalanes a crear industrias o realizar inversiones que mejoraran las condiciones de vida de unas zonas pobres, deprimidas. Vaciadas dirían después. En cambio, sí proporcionaron abundante mano de obra tanto a lo que entonces se llamaba provincias vascongadas como a Cataluña, territorios ambos mimados por Franco, a quien burguesías agradecidas y autoridades serviles correspondían gustosas con multitudinarios vítores, títulos honoríficos, medallas y llaves de oro en pago por las industrias, metalurgias y fábricas diversas generosamente regadas por el dictador.
Duele pensar que los asesinos del hijo de Antonio y de tantos Antonios gocen no sólo de libertad, sino de derechos electorales y puedan pasearse rumbosos y enaltecidos por el escenario de sus crueles fechorías. Se dirá que es legal y democrático (Irene Montero), pero las leyes se promulgan y derogan, en tanto que el Derecho Natural y los principios morales se supone que deberían estar por encima de la veleidad de esas leyes de hoy que mañana pueden dejar de serlo. Se dirá que no hay que mirar al pasado (una tal Chivite), pero, paradójicamente, algunos no dejan de darle vueltas a una guerra civil que tuvo lugar hace casi cien años.
Supongo que es triste vivir entre la basura moral, el chapapote (Chapote) de lodos sanguinolentos, el terror, los miedos y los silencios cómplices de quienes no se atreven a decir lo que piensan por temor a que le descerraje un escopetazo cualquier fanático envenenado de odio, saturado de coca y empapado de chacolí. Voten, pues, a sus asesinos. Tengan por seguro que no van a contraer la lepra en la mano que introduzca la papeleta en la urna.
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