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Opinión

La lentitud

Hemos asociado, de manera equivocada, la calma a la pereza y la rapidez al progreso. Nada más lejos de la realidad

Domingo, 20 de octubre 2024, 05:30

Un viejo proverbio nos dice que no hay que tener miedo a ser lento, sino a estar parado. En algún otro lugar he hecho alusión a los modernos movimientos que reivindican lo lento, lo parsimonioso, como contraste a esa obsesiva rapidez y al vértigo célere impuesto por el ritmo rabioso de nuestros días. Parece que todo tiene que discurrir con prontitud, al galope, obsesionados como estamos por la extenuante fugacidad del tiempo que, lejos ya de la servidumbre del cansino y aletargado latir, nos impone la imparable revolución tecnológica actual. Hemos asociado, de manera equivocada, la calma a la pereza y la rapidez al progreso. Nada más lejos de la realidad para las cada vez más frecuentes sensibilidades que reivindican el demorado discurrir de la existencia tal como lo hiciera Milan Kundera en su obra La lentitud. En efecto, el término inglés «slow» aparece de forma reiterada asociado a los más diversos aspectos que dan sentido y belleza a la vida: es, en resumen, el predominio del movimiento lento, retardado, ralentizado, tal como vemos en «slow food», «slow fashion», etc. Hasta existe un proyecto de jóvenes emprendedores para la recuperación de la lana merina trashumante denominado Made in Slow que también fabrica agujas de tejer hechas con madera de castaño sostenible.

El cuestionamiento de lo rápido y acelerado dio comienzo hace décadas, cuando desde distintas perspectivas filosóficas, políticas y pragmáticas empezó a calar en las más variadas capas sociales del mundo occidental la idea de que muchos de los problemas, tanto psicológicos como fisiológicos, tenían que ver con la existencia tensionada y estresante de la vida moderna. Poco a poco el «Slow Movement» fue impregnando la cultura contemporánea, desde la arquitectura hasta la vida urbana y las relaciones personales, pasando por el ocio, la medicina y el sexo, sin olvidar la gastronomía. En el siempre peculiar mundo académico hay ensayos que analizan la figura del «profesor lento» como opuesto al docente esclavizado por las publicaciones, las citas bibliográficas y las respuestas inmediatas al cúmulo de correos electrónicos que recibe cada día. Lo malo es el complejo de culpabilidad que siente si trata de escapar al yugo de esa castradora servidumbre. Las imparables presiones externas, la excesiva burocracia, la promoción a cargos de relumbrón, la pertenencia a comités supuestamente influyentes, la expectativa de nombramientos y galardones, etc. se compadecen mal con la que debería ser una actividad serenamente reflexiva y encaminada a una mejor docencia y a una investigación menos competitiva. La sensación es la de ser más administrador burocrático que verdadero transmisor de conocimientos, porque apenas queda tiempo para desarrollar esta última actividad, que debería ser la prioritaria.

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