La vida parlamentaria se encuentra en plena sazón por fin de temporada. El frenesí para adobar leyes de amnistía, los acuerdos urdidos a la carrera y otras actividades propias del hemiciclo y sus aledaños han dejado bien engrasada la maquinaria legislativa. Este despliegue preveraniego me lleva a considerar una vez más que, salvo honrosas y escasas excepciones, la oratoria parlamentaria de nuestros diputados deja mucho que desear. A poco que sigamos los discursos, réplicas y contrarréplicas, debates, enmiendas, etc., nos percatamos de la pobreza expresiva de los intervinientes (e «intervinientas»). Y eso que en la televisión solamente recogen pequeños fragmentos contabilizados en minutos o segundos. Suficientes como para hacernos a la idea. Resulta imposible conocer lo que se dice y se oye a lo largo de horas de peroratas, en las que no faltan coces al diccionario, expresiones rayanas en el insulto, descalificaciones y ladridos diversos con pinganillo de por medio (siguen sin reconocer el ridículo que tales chismes provocan con las pantallitas incluidas). Decía en un artículo Pedro Laín Entralgo que el uso de una segunda lengua para quienes tienen como lengua nativa el catalán, el gallego o el vascuence no debe excluir el entendimiento en la lengua común. Pero vaya usted a contárselo a los promotores del pinganillo como instrumento de confusión interlingüística. Algún filósofo dijo que la palabra es sagrada para quien la pronuncia y mágica para quien la escucha. En este sentido, me temo que los parlamentos, ya sean nacionales o regionales, se van desacralizando poco a poco hasta parecerse a esas viejas iglesias abandonadas en las que ya no hay culto, pero en las que aún resuenan los ecos solemnes de las grandes liturgias perdidas.

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Hay decenas de parlamentarios permanentemente mudos, a los que nadie ha podido captar nunca una simple uterancia (mínima unidad de habla, para los profanos en Lingüística), por no mencionar los ininteligibles sonidos articulados, gruñidos de desaprobación o repulsa y otras lindezas que, supongo, harán ruborizar a quienes en la bancada aún conservan un mínimo sentido del lenguaje como hecho social, del decoro, del pudor y del pundonor. Ignoro si todos los matices de esa jerga los recogen los diarios de sesiones. Al menos, quedarán grabados para el estudio del lenguaje homínido por parte de futuros investigadores. Los «mudos» aplauden con presteza a la voz de mando, se ponen en pie cuando el paroxismo ambiental lo requiere y oprimen los botones con disciplina de autómata, excepto cuando se equivocan. Los hay que ni para apretar un botón sirven. Es el resultado de su nebulosa mental. Pero cobran. Vaya si cobran. No sería excesivo pedir un mínimo de rigor para que todos podamos entenderlos. Si se dejan, claro.

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