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No todos los días tiene uno la oportunidad de recibir una lección de humanidad. Porque no todos los días se encuentra a alguien capaz de impartirla. Hace una semana estuvo en Salamanca Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell, superviviente de la matanza de Atocha. De esta carnicería alevosa perpetrada por pistoleros de la extrema derecha terrorista unos ya ni se acuerdan; otros, dados los niveles educativos en lo referido a la reciente historia española, no habrán oído hablar de aquella semana negra madrileña que comenzó con el asesinato del joven estudiante Arturo Ruiz. Pero aún queda una franja de la población que vivió aquellos aciagos días con preocupación por el futuro democrático aún en ciernes y con miedo ante las circunstancias políticas de una España prendida con alfileres. O al menos eso nos parecía en aquellas turbulentas fechas de finales de enero de 1977.
La presencia de Alejandro Ruiz-Huerta se debió a una nueva iniciativa de Alumni-USAL denominada «Aula Alumni de Valores Democráticos», cuyo objetivo es reflejar el compromiso de la Universidad de Salamanca con la formación, y al mismo tiempo reflexionar sobre los valores que definen nuestra democracia. Se trata de promover espacios de encuentro y aprendizaje donde compartamos experiencias y reflexionemos sobre los principios fundamentales que sustentan nuestra sociedad.
Alejandro salvó la vida de milagro en aquel despacho. Una bala se desvió de la trayectoria hacia el corazón gracias al bolígrafo metalizado que llevaba en un bolsillo de la camisa; otras le hirieron, pero haciéndose el muerto entre los cadáveres de sus compañeros, consiguió arrastrase hasta la puerta, una vez que los asesinos habían dado por concluido su macabro menester. El otro día lo revivió con admirable naturalidad en el aula de los Derechos Humanos de la Universidad de Salamanca. Allí nos contó su historia. Allí nos conmovió con su serenidad y aplomo. Es difícil saber lo que te pasa por la mente cuando estás viendo el rostro del asesino con un arma a punto de disparar. Cuando la muerte te empitona todo se funde en negro entre el fragor de los estampidos.
Lo que me conmovió fue que Alejandro en esta etapa de la vida y apunto de cumplirse medio siglo del suceso, lo contempla desde la atalaya de una serenidad asombrosa. Reivindica la comprensión, incluso la benevolencia, para unos asesinos que ya andarán sueltos, y sigue manteniendo que el ser humano nace bueno por naturaleza y son las circunstancias las que pueden pervertirlo. Me admira ese buenismo que yo no comparto. Es más: creo que hay malnacidos que ya lo son en el mismo vientre de su madre. Pero Alejandro está hecho de una pasta que para mí roza en lo sobrehumano. Serio, circunspecto, templado e indulgente, su lección de humanidad es de las que no se olvidan.
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