Las recientes elecciones al Parlamento europeo han venido con alguna sorpresa bajo el brazo. Por ejemplo, la aparición de ciertos grupúsculos formados por personajes más o menos frikis, es decir, sujetos estrafalarios, golfantes un tanto excéntricos, populistas antisistema y algún que otro mentecato con aires de sajapescuezos. Aunque, bien mirado, a todas las convocatorias europeas han acudido muñidores de lo que podríamos denominar el voto gamberro. El sistema lo acepta todo, y al margen de los partidos tradicionales surgen granujillas de variado pelaje, aspirantes a embolsarse en un mes lo que muchos jubilados ganan en años: unos 13.000 euros entre pitos y flautas, más otros 350 diarios en concepto de dietas, más unos 5.000 para viajes y, por si fuera poco, al dejar el cargo y volver al mundo real —bien a su pesar— la indemnización de un mes por año «trabajado». No es de extrañar, pues, que, agazapados a ambos extremos del arco parlamentario en sus respectivos países, salten figuras prestas a mostrar su inmarcesible espíritu de servicio a la sociedad. Es decir, se resignarán a ver cómo argumentan y debaten quienes de verdad saben del asunto, aposentarán sus posaderas en la bancada que les asignen y, llegado el caso, se atreverán a proponer «enmierdas» en lugar de enmiendas si se les presentara la ocasión de hacerlo.
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Demasiados dogmas se transmutarán en decretos que nunca comprenderán estos mentecatos, a pesar de la legión de intérpretes insuflando en sus romas entendederas centenares de normativas, artículos, disposiciones, informes legislativos, reglamentos, etc. España no es la excepción, y aporta sumandos, restandos, aguafiestas y republiquetas (que se expresarán en sus lenguas vernáculas, supongo). Jocundos ignorantes que, a poder que podamos, ofrecemos a Europa a guisa de florilegio de nulidades con precinto de garantía, ávidos de pescar en río revuelto.
Ante este panorama, no es de extrañar que la participación ciudadana haya sido tan escasa. Será que Europa cae muy lejos, políticamente hablando, o que no somos conscientes del cúmulo de leyes que tienen en Bruselas su origen. Y a todo esto, sabemos en qué lengua van a cobrar los parlamentarios españoles recién elegidos, pero ¿en qué lengua se van a expresar? ¿en el inglés bruselense? ¿en el llamado «broken English», que actúa como «lingua franca»? Debido a la gran riqueza lingüística, los idiomas oficiales del Parlamento europeo son veinticuatro, gaélico incluido, los cuales conforman una parte medular del patrimonio cultural común. Pero me temo que esa fragmentación lingüística no será objeto de preocupación por parte de nuestros flamantes parlamentarios, cegados por el fulgor de la gloria alcanzada mediante ese magro cincuenta por ciento de votos del pasado domingo.
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