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El mes de febrero, recién concluido, es el mes de Guijuelo. Como cada año, se le asocia a las matanzas típicas que tienen lugar en la villa chacinera más famosa de España. Otros muchos pueblos emprenden meritorias actividades similares, pero Guijuelo brilla con luz propia todos y cada uno de los fines de semana.
El cerdo, ese sublime y venerado animal de andares cadenciosos y bamboleantes, convoca a nativos, oriundos y visitantes. El cerdo, que en su medio natural se enseñorea garboso sobre la pasarela de encinas, quejigos, alcornoques, rebollos y carrascos. El cerdo ibérico, que reina, altanero y hozador, en los campos adehesados de Salamanca. También otras zonas ganaderas son aptas para el desarrollo feliz y equilibrado de nuestro santo cochino, bestezuela que goza de una territorialidad propia y específica.
El ritual de la matanza requiere una preparación anímica y emocional, casi religiosa. Entronca con otros muchos hitos que a lo largo de los siglos han ido configurando nuestra cultura, tanto en el plano social como en el gastronómico. Implica una relación comunicativa y directa, a nivel personal y colectivo.
Así pues, en la plaza de Guijuelo se oficia una ceremonia catártica, comunal, solidaria e intergeneracional, donde los mayores comulgan bajo las especies de dulces y aguardiente, y donde los más pequeños, a modo de rito iniciático, se atreven (con un punto de recelo y algo de prevención) a acariciar el rabo de la víctima propiciatoria una vez sacrificada. En el «teatro de operaciones» de la plaza el fuego purifica, el agua limpia y la sangre será alimento. En cuestión de minutos, el cerdo pasa de estar constreñido en una jaula ante el público expectante a ser púdicamente cubierto por el sacro velo del tabernáculo –misterioso habitáculo custodio-- donde solamente los matarifes iniciados acceden y coprotagonizan el cruento sacrificio. El otro coprotagonista, bien a su pesar, es el cochino, al que piadosamente se le han evitado los mayores sufrimientos mediante el calambrazo fatídico.
Rápidamente, las manos avezadas de los destazadores van diseccionando el cuerpo del marrano. Las unidades que antes formaron parte del todo se exhiben en distintos decorados: unas piezas cuelgan de los varales; otras reposan en mesas o en barreños. La tarea funciona con absoluta precisión. Invitados, homenajeados, matanceros de honor y curiosos observan mientras la gaita y el tamboril ponen el fondo musical y un narrador va describiendo el proceso a fin de que legos y profanos capten la forma, el fondo y el contenido ceremonial. Chichas y torreznos, lomos y jamones, chorizos y salchichones, farinatos y longanizas, morcillas y papadas, junto a otros deleites chacineros, constituyen el mejor señuelo para una gratificante escapada a Guijuelo. Y alrededores.
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