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Algunas universidades son pródigas en demasía a la hora de otorgar doctorados honoris causa a quienes lo merecen y a quienes no lo merecen. De otras, como la de Salamanca, podría decirse que son más bien cicateras y seleccionan con cuidado a los destinatarios de sus máximos galardones. Es cierto que, a veces, presiones –políticas por lo general-- fuerzan la concesión de honores a figuras de tan efímera como dudosa relevancia, y hacen que las universidades sean el instrumento de ese agasajo difícilmente eludible. Se trata de servidumbres que, supongo, son inevitables, sobre todo cuando cabe esperar un retorno que no siempre se produce. Por fortuna, estos «embarques» no suelen ser frecuentes.
El pasado lunes se produjo en el Paraninfo de la Universidad una explosión de luz al combinarse en un emotivo acto académico el homenaje a dos personas extraordinarias que de formas diferentes han sentido la luz en sus miradas y han sabido proyectarla en sus obras respectivas. Margaret Murnane y Antonio Colinas fueron los protagonistas de un multitudinario y emotivo acto. Ambos recibieron el Doctorado Honoris Causa por nuestra Universidad. La primera, por sus trabajos en el campo de la Física aplicada a investigaciones ante las que un lego como yo manifiesta su ignorancia: láseres ultrarrápidos, mecánica cuántica, fotónica y otros saberes que prenden la admiración y pasman al común de los mortales. El poder de la luz, en última instancia. Y eso ya lo entendemos todos. Esta mujer irlandesa constituye un buen ejemplo de tesón y esfuerzo coronado por el éxito. Pero, sobre todo, crea escuela, genera curiosidad y pasión por el saber y proyecta sus logros en jóvenes entusiastas que, como su padrino de ceremonia, Carlos Hernández García, saben recoger los frutos que, a la postre, revierten en nuestra Universidad y enriquecen su potencial investigador en Salamanca.
Antonio Colinas es un leonés hijo adoptivo de esta ciudad. Es un poeta que siente, que late, que vive entre nosotros. Es la voz de la naturaleza, de la universalidad, del más profundo humanismo, creador de un universo literario propio, referente obligado de los valores más importantes del ser humano. En un poema leído ante los Reyes de España con motivo de la clausura del Año Cervantino, decía: «Siempre hubo una vela encendida en mis noches… y el nombre de la luz de aquella llama era sabiduría». La voz del poeta aúna poesía y vida, meditación y emoción, fundiendo la experiencia de vivir y la experiencia de escribir. De su pluma brotan palabras aventadas «en sílabas de luz» que acarician y se arremolinan bajo el sol luminoso y radiante de un día de junio en el que a dos personajes señeros se les confirió el máximo honor académico. Es, sin duda, el fulgor de la luz que reverbera entre nosotros.
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