Cansados hasta la náusea de demagogia y populismos en nuestro propio país, no quisiera yo asociar también a Europa a esa sensación de hastío, a ese residuo venenoso que, cual carcoma, nos va reconcomiendo a nada que nos fijemos en el discurrir de la política. De manera especial cuando tocan periodos electorales -o preelectorales, es decir, casi siempre- con sus tensiones emocionales, sus espasmos dialécticos, sus estremecimientos y convulsiones. Percibimos una moral paticorta frente a una zanquilarga laxitud ante los casos más flagrantes de corruptelas y podredumbres. En el caso de España la simple enumeración sería inacabable. Todo parece invitar al aborrecimiento de la cosa pública y a disimular a duras penas el desprecio hacia sus oficiantes. Claro, que en descargo de quienes pontifican desde las tribunas donde se asienta la democracia, hemos de reconocer que están ahí porque los hemos colocado nosotros a base de voluntarios servilismos. De tales siervos, tales amos.

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A Europa, en cambio, la vemos con otros ojos, si bien en ocasiones algunas políticas comunitarias, que en España nos afectan directamente, producen cierta desazón. Por eso tendemos a pensar que las soberanías nacionales están en crisis y constituyen campo abonado para ambiciosos líderes populistas. Aunque para líderes populistas los nuestros, que se mueven como pez en el agua en ambos extremos del arco ideológico parlamentario (y extraparlamentario).

Por fortuna, la Unión Europea supo unirse cuando le vio las orejas al lobo estepario. «Rusia no es Europa», afirmó Putin en uno de sus decretos de 2014, cuando decidió que su política debía apelar a un espacio cultural único, ajeno a veleidades occidentalizantes como las provocadoras Pussy Riot o el disidente rockero Andrey Makarevich.

El siglo XX y lo que llevamos del XXI ha sido tiempo de nacionalismos exacerbados. Las consecuencias de esas disensiones nacionalistas las ha padecido en mayor o menor medida la totalidad del continente, desde la Rusia de Putin hasta la Cataluña de Puigdemont y el País Vasco de no se sabe quién, pasando por los Balcanes y algún que otro brote que salpica la geografía del viejo continente. Escribía Stefan Zweig en su autobiografía, subtitulada Memorias de un europeo, que el nacionalismo es «la peor de todas las pestes que envenenan la flor de nuestra cultura europea». Él, ferviente defensor de Europa, pacifista y judío, tenía sobrados motivos para denostar todo tipo de nacionalismos y de forma especial el nacionalsocialismo que lo arrojó de su patria al exilio como un escombro más de la Europa devastada. En vez de promover crispaciones y ademanes sombríos, se debería fomentar un clima de afable tolerancia. ¿Es demasiado pedir desde esta España aturdida si queremos pintar algo en Europa?

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