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Podría decirse que el estrés viene a ser como un estado de tensión causado por situaciones de riesgo, amenazas y otros estímulos que remiten al comportamiento en circunstancias concretas. Supongo que determinados traumas relacionados con la conducta humana pueden trasladarse a los animales.
Hace años un colega me contó que en una universidad del sur de España se había llevado a cabo el experimento de soltar unas pocas culebras en el vestíbulo de la facultad, cuando los estudiantes salían en masa de las aulas, para poder ver las reacciones y el impacto psicológico que se producía, no en las personas, ¡sino en los ofidios!
Los aspavientos de los primeros se corresponderían con la agitación producida en los reptiles, digo yo. Pero, ¿qué especie acabaría más estresada? Ignoro las conclusiones del ensayo.
A propósito de los efectos que en el ganado producen los ataques de los lobos, la Universidad Estatal de Oregón llevó a cabo un ilustrativo estudio.
En su caso, el predador es el lobo gris introducido en su día en el parque de Yellowstone, desde donde se expandió rápidamente por una buena parte del noroeste de Estados Unidos, Idaho y Oregón sobre todo.
En pocas palabras, los investigadores seleccionaron dos grupos de ganado: uno que nunca había tenido contacto con el lobo y otro que sí había padecido esa traumática experiencia. Luego colocaron en el vallado paños impregnados con orina de lobo y otros restos biológicos, y les hicieron oír grabaciones con los aullidos del predador. Posteriormente analizaron la sangre, la temperatura vaginal y diversas partes del cerebro de los animales incluidos en la muestra.
La conclusión fue que los que nunca habían estado expuestos directamente a los ataques del lobo no experimentaron llamativas sensaciones de pánico o desasosiego.
En cambio, en el caso de los ejemplares que alguna vez habían interactuado con la lobada, los marcadores biológicos acusaron fuertes desajustes en su comportamiento, además de abortos, esterilidad y descenso apreciable en la producción cárnica o láctea.
Sin necesidad de recurrir a experimentos complejos, cualquier ganadero de nuestro entorno sabe que esto es lo que sucede cuando el lobo ataca a sus rebaños. Casos se han dado de vacas indefensas a las que en pleno parto los lobos comienzan a devorar el ternero antes incluso de la completa expulsión de la placenta. Digamos que es la fuerza de la naturaleza.
Pero la fuerza de la justicia va por otro lado, cuando a la hora de indemnizar no se tiene en cuenta más que el número de animales muertos o malheridos, y se presta escasa atención a estos otros aspectos que repercuten directamente en las castigadas economías de las gentes del campo. No solo pierden recursos y dinero. Pierden el ánimo y acabarán perdiendo también la paciencia.
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