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Según las leyendas nórdicas, el espíritu navideño bajaba a la tierra coincidiendo con el solsticio de invierno, el 21 de diciembre, fecha en la que para los celtas moría el sol y resucitaba cuatro días más tarde, es decir, el 25 del mismo mes, nuestra Navidad. El cristianismo hizo suyas esas celebraciones paganas, las dotó de contenido religioso y desde entonces la Navidad cobró para los creyentes un significado distinto que ha llegado hasta nosotros. Los deseos de paz, amor y alegría se manifiestan de múltiples maneras: desde los belenes y nacimientos más humildes –con ríos de papel de plata y musgo recogido en el monte, como hacíamos en los entornos rurales—hasta las más lujosas representaciones artísticas; desde la adopción de emblemáticas figuras como Papá Noel o los Reyes Magos, con sus respectivas cabalgatas, hasta la fiebre más rabiosamente consumista exaltada mediante iluminaciones, regalos a diestro y siniestro, desaforadas jornadas gastronómicas y exaltación del cálido ambiente festivo familiar, guste o no, de obligada observancia.
Todo sea por seguir la pauta socialmente establecida para estas entrañables efemérides en las que el espíritu navideño, con escasas excepciones, se bate en retirada derrotado por las huestes del consumismo. O puede que reviva la noche del 21 ante el fugaz destello de la ilusión del 22, destello que no será tan fugaz para quienes hayan resultado agraciados con el gordo de la lotería. Enhorabuena y que dure.
A poco que nos fijemos en el mundo que nos rodea, percibimos que los tiempos andan revueltos y no hay mucho lugar para el regocijo navideño. Se nos promete cada año una realidad más justa y feliz, pero las guerras –unas próximas y bien conocidas y otras tan alejadas que no tenemos ni idea— siguen acumulando odios, destrucción y víctimas inocentes. De la política nacional, mejor ni hablemos: los villancicos quedan acallados por la gresca verbal; la zambomba dialéctica resulta atronadora y destemplada; la violencia de género no cesa; la pobreza no recede; la crispación se palpa en la sociedad; en fin, para qué seguir.
Si Papá Noel trae regalos para los niños, es preferible que sean libros en vez de móviles. Y si durante unos pocos días somos capaces de transformar las muecas adustas y los gestos ariscos en semblantes de cordialidad, eso será bueno para todos. Mi deseo es que en estas fechas se fomente la convivencia, se disfrute de la amistad y, si llega el caso, se pida el aguinaldo a los sones del villancico del «pujo» mirobrigense que se cantaba la tarde de Nochebuena: «Pujo, pujo, pujo, señora María / deme usté el guinaldo / que es usté mi tía /… No quiero morcilla rancia / ni tampoco farinato, / que quiero una longaniza / tan larga como mi brazo». Querido lector, Feliz Nochebuena hoy. Feliz Navidad siempre.
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