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CHURRAS Y MERINAS

Don Julián

Ay, si entonces hubiéramos podido contemplar el despliegue de tetas de Amaral en Aranda

Domingo, 27 de agosto 2023, 05:30

«No digas palabras soeces, que a ti mismo te envileces», nos exhortaba el bueno de don Julián, profesor de Religión en el bachillerato. Enseñaba también Lengua y Literatura Griega y era todo un experto en las mitologías helénicas, extremo que aprovechábamos para pedirle que explicara quién era Ganimedes, personaje al que acudíamos cuando interesaba que el docente se explayara y dejara de lado los contenidos programados para la hora de clase. Tan bello era Ganímedes, sostenía el venerable clérigo, que el mismísimo Zeus se enamoró de él, lo raptó y lo convirtió en copero de los dioses, favores colaterales aparte, los cuales malévolamente intuíamos. Con estas historias y otras muchas que iban surgiendo, lo aburrido de la materia quedaba de lado gracias al entusiasmo desplegado por don Julián al explicar las peculiaridades seudoeróticas del Olimpo. Caso distinto era cuando, con sibilina procacidad, inquiríamos acerca de la definición de la castidad. Entonces el azorado profesor removía el dedo índice entre el alzacuellos y la nuez, dudaba, sudaba, daba largas y finalizaba con la mejor definición que he oído nunca: «Una virtud angelical, hijos». Y de ahí no se le sacaba, por más que quisiéramos entrar en los morbosos detalles propios de la adolescencia. Ay, si entonces hubiéramos podido contemplar el despliegue de tetas de Amaral en Aranda.Don Julián compartía la docencia con otras materias de mayor calado teológico en el seminario, que estaba a unos tres kilómetros de la ciudad. Y allá que se iba cada día a bregar con un alumnado menos retorcido. Cientos eran por aquel entonces los aspirantes al sacerdocio. Larvas de cura, les decíamos cuando los domingos los sacaban a pasear en doble fila, con sus sotanitas, fajines y bonetes. Ajena a la curiosidad que despertaba, aquella levítica muchachada nos miraba a hurtadillas y no sé si en el fondo despreciaban o si nos compadecían por no alcanzar la gloria el día de mañana, una gloria cuyas llaves custodiarían estos jóvenes seminaristas una vez ungidos con las órdenes mayores. El obispo ostentaba a la sazón títulos nobiliarios, era procurador en Cortes y dicen que consejero del Caudillo. Solía ir a pasear por las tardes a los jardines del seminario. Iba con su chófer-secretario en el Vauxhall, modelo 1955, color burdeos y con cortinillas. Pasaba junto al pobre don Julián quien, medio patizambo, resoplaba bajo la sotana. El altivo prelado, fiel a los principios jerárquicos, le adelantaba en su auto sacramental y, que sepamos, nunca se detuvo para aliviarle algún tramo del penoso recorrido. Finalmente, don Julián optó por comprarse un Seat 600, para nuestro regocijo cuando, nervioso y sintiéndose observado, trataba de aparcar. Para él sin duda era peor trance que cuando explicaba aquello de la virtud angelical.

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