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Las corruptelas más o menos institucionalizadas a cargo de personajes sin escrúpulos, pero con muchas ambiciones, han sido moneda de uso frecuente en naciones que pasan por democráticas. La corrupción masiva, a gran escala o de alto standing tampoco es ajena a determinados círculos del poder, pero brilla de manera especial en entornos sometidos a regímenes dictatoriales y populistas. En los recientes Índices de Percepción de la Corrupción (IPC) que analizan 180 países, figuran como máximos exponentes de ese oprobioso ranking Venezuela y Somalia, precedidas de otros estados fallidos tales como Yemen, Nicaragua o Corea del Norte. En todos ellos la transparencia brilla por su total ausencia. A la cabeza de la puntuación y a modo de ejemplos envidiables se mantienen Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega y Suecia, que obtienen una puntuación en torno a 80-90 puntos sobre 100. España ha ido descendiendo levemente en los últimos años, situándose ahora en el puesto 36 con un total de 60 puntos, por detrás de Portugal y Lituania, lo cual no es motivo de tranquilidad y mucho menos de satisfacción a pesar de lo que cacareen nuestros gobernantes.
Para quienes jueguen a escandalizarse, bastará con repasar someramente algunos de los hitos de las últimas décadas. La Transición ya la inauguramos con el fraude del aceite de colza, que enriqueció indebidamente a unos cuantos desaprensivos. Durante los mandatos de Felipe González destacaron, entre otros muchos, los casos Flick, Rumasa, Filesa, Torres Kío, y Banesto, sin olvidar al Koldo de entonces, es decir, Roldán, sujeto que tampoco destacaba precisamente por su fineza y galanura. Con Aznar salieron a la luz el caso Pallerols, Tabacalera y Gescartera. En tiempos de Zapatero afloraron los casos Gil y Malaya, los falsos ERE, los Pujol y las ITV, el muy mediático caso Nóos (derivado del Palma Arena) y el Brugal (que afectaba muy directamente el PP). La legislatura de Rajoy descubrió también corrupciones sonadas, entre ellas, Gürtel, Bárcenas, las tarjetas Caja Madrid y la operación Púnica. Tampoco el periodo de Sánchez ha estado cual patena, siendo su máximo baldón el actual caso Ábalos-Koldo (dejando aparte al tito Berni y sus putañerías). A saber en qué acaba el negocio de las mascarillas. Desde luego, si Transparencia Internacional nos coloca donde nos coloca no es a humo de pajas. Le sobran los motivos.
Lo que duele de estos bochornosos hechos, de esta infausta relación de «corrutos», no es que hayan jugado con la opacidad, con la mala fe o con el latrocinio manifiesto, sino con la salud de la población, como pasó con la lejana colza o la reciente bribonada Ábalos-Koldo (a expensas de lo que diga la justicia). Hiere tanta chabacanería y zafiedad, tanto cinismo, en fin, tanta falta de ética como de estética.
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