Presumimos de vivir en una sociedad civilizada, aunque a veces abriguemos serias dudas al respecto. Por desgracia, no faltan ocasiones que nos obligan a cuestionar la idea misma de civilización, término al que con frecuencia añadimos ufanos el apellido de occidental, por ser la nuestra, la más global que conocemos, la que nos cae más a mano. En ese concepto insertamos aspectos culturales, artísticos, tecnológicos, éticos y hasta morales, algo, por otra parte, normal a partir del momento en que ciencia y fe emprendieron caminos separados. No obstante, si abordamos el asunto desde una perspectiva histórica, podríamos llegar a la conclusión de que en el fondo siempre aparece un sustrato religioso, ya sea judeocristiano, musulmán, budista, etc. Se habla, igualmente, del colapso de la civilización tal como la conocemos, de nuevos paradigmas, de futuros inciertos, del olvido de aquellos principios que ahora se desprecian o se dejan de lado. Ahí es donde los cimientos de la civilización se resienten y cuartean.
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No faltan ejemplos de civilizaciones desaparecidas, conquistadas, destruidas, en definitiva, olvidadas, salvo por los testimonios arqueológicos o documentales que hayan podido llegar hasta nosotros. Son pueblos o grupos humanos que en su momento también compartieron religiones, organización social, instituciones y conocimientos, pero que, no obstante, y por diferentes razones, acabaron por desaparecer: Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma, la antigua China... La historia proporciona abundante información acerca de pueblos y culturas un día poderosas y tiempo después periclitadas. Incluso -¿quién sabe?- pudieron existir otras civilizaciones muy alejadas de la nuestra antes de que el ser humano habitara la tierra.
En el caso de la Europa actual, la llegada de la Ilustración supuso un paso gigantesco a la hora de consolidar códigos morales, costumbres y principios comunes de identidades compartidas. Por eso resulta difícil de comprender que haya quienes, en un alarde de autosuficiente ignorancia, propugnen doctrinas que a la larga conllevarían una quiebra de los principios por los que -con todos los defectos que se quiera- nos gobernamos. La civilización, como nos recuerda su etimología latina, implica ciudadanía, progreso, repudio de la barbarie. Y, sin embargo, en nuestro propio entorno occidental surgen voces desatinadas que parecen abjurar de los principios y valores que nos han acompañado durante siglos. Voces que entonan cantos de guerra y destrucción. Voces que, obcecadas por enmendar pasados agravios y desatinos, aspiran a sustituir una civilización por otra. Puede que esta no sea la mejor, pero es la que tenemos. Bueno es rebelarse contra las injusticias y querer mejorar el mundo. Pero hay ciertas lecciones que no debieran olvidarse nunca.
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