No cabe duda de que las experiencias, las emociones y nuestro propio cuerpo condicionan la existencia diaria, explican determinadas pautas de comportamiento y nos ayudan a entender las relaciones que mantenemos con el medio en el que se desenvuelve nuestra cotidianeidad. Van, por así decirlo, más allá de los cinco sentidos tradicionales, aunque, evidentemente, los incluya a todos ellos. No hace mucho vi una película –«La zona de interés», inspirada en la novela del mismo título del británico Martin Amis– en la que durante varios minutos iniciales solo se aprecian sonidos y ruidos distorsionados alternando con silencios mientras la pantalla permanece en negro total. Está claro que de forma deliberada el director pretendía crear una atmósfera de inquietud y desasosiego en el desconcertado espectador.
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En unos casos es el silencio lo que nos turba; en otros es la materialidad de los sonidos, sus impulsos físicos, lo que deja su impronta en nuestra conciencia. Por el contrario, la combinación de música y colores (música visual, geometría de la luz) viene siendo frecuente en determinados espectáculos urbanos donde sobre elementos arquitectónicos se exhiben sugerentes combinaciones de atrevidos cromatismos en insólitas imágenes que asombran a los espectadores. En esas sesiones de «luz y sonido» lo sensorial y lo espacial se funden. Se generan emociones, sensaciones y se produce una comunicación en su más amplio sentido. Algunos críticos introducen aquí el aún nebuloso concepto de «atmósfera», en tanto en cuanto estas «instalaciones sónicas» conllevan experiencias multisensoriales que afectan a nuestra percepción, a la memoria, y a la interpretación que de ella hacemos; una interpretación que es plural, porque cada uno acusa el efecto de las tensiones entre lo intelectual y lo sensorial de forma muy distinta.
El espectáculo que durante las pasadas Navidades tuvo lugar en la Plaza Mayor, proyectado desde el árbol luminoso, puede ejemplificar ese cúmulo de sensaciones, impresiones, e incluso de opiniones y pareceres, según el tipo de espectador que en cada pase horario presenciara la exhibición. Ahí radica probablemente el éxito y la buena acogida de la propuesta artística basada en los signos eléctricos y acústicos que impregnaban esta atmósfera sónica y visual. La geometría de la luz es fundamental para acercarnos al detalle de la obra de arte.
Parece obvio que el arte ofrece asombro, sorpresas, efectos y afectos; y en buena medida su impacto depende de los sedimentos culturales acumulados en la memoria de cada uno y de las experiencias vividas (o soñadas) por cada cual. Sin olvidar, por supuesto, el sustrato de conocimientos que transmite el intelecto. Estaríamos ante experiencias polisensoriales que nos atrapan y cautivan casi sin darnos cuenta.
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