Mucho se ha debatido acerca de cuál es la profesión más antigua del mundo. La opinión pública y algún experto que otro (véase el caso de los putiferios con abalorios) sostiene que la prostitución ha sido una actividad perpetua a lo largo de los siglos. Dígase lo que se diga, yo creo que el oficio más viejo sobre la faz de la tierra bien pudo ser el de corrupto, y la corrupción su primer fruto. Los textos sagrados apuntan a que antes de que hubiera prostitutas ya había corrupción. Eva se dejó corromper a cambio de un trozo de manzana, ni siquiera la tarta completa; y Adán, a su vez, hizo lo propio con la mordida, instigado por ella y delinquiendo como colaborador necesario. También tenemos al rico, a todas luces corrupto, dispuesto a pasar por el ojo de la aguja en su camino hacia el cielo, si bien en la Vulgata san Jerónimo confunde camello con maroma. Por otro lado, corrupción y poder se dan la mano en el caso del primer criminal conocido. Sería Caín en su calidad de brazo ejecutor y Abel el primer occiso. Entrando al trapo y cogiendo el toro por los cuernos (deliberadas expresiones taurinas), sigue viva la polémica sobre quién se cargó al primer burro, cuya quijada sirvió de arma homicida. Los partidos animalistas seguramente lo sabrán.

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Volviendo a la lacra de las corruptelas, Sánchez dijo en uno de sus fervorines que «la corrupción no es una persona, pero siempre acaba teniendo cara». Un año más nos la ponen –la cara-- colorada las estadísticas internacionales. Desde hace años Transparencia Internacional elabora un documento al respecto. Acaba de aparecer. No resulta novedoso que Dinamarca encabece el listado de países democráticamente transparentes por séptimo año consecutivo. Veremos qué opinan los daneses cuando Trump en sus dementes delirios de zumbado le dé un mordisco a Groenlandia. A lo que íbamos: el excelso pódium lo completan Finlandia y Singapur. A la cola, Venezuela, Somalia y Sudán del Sur (el del Norte no anda muy lejos, siempre a tiros en esas fratricidas y africanas latitudes). Oficialmente se consideran estados fallidos a los últimos de la escala. Que no son pocos, por cierto.

España sigue deslizándose por la pendiente de la corrupción, algo que no cabría esperar de un país globalmente considerado como «democracia plena». Por desgracia, el puesto 56 sobre 100 nos acerca más a las denominadas «democracias defectuosas», lo cual no constituye timbre de gloria. Hace veinticinco años ocupábamos el puesto número 20; y hace nueve años el 42. Podemos preguntarnos qué ha sucedido en todos estos años. Acaso sea por los tipos que nos han (des)gobernado y nos (des)gobiernan. Dice el Eclesiastés: «Los malvados difícilmente se corrigen y el número de imbéciles es infinito». Parece que nos ha caído en tromba todo un florilegio de mangantes.

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