Amnistía, referéndum, autodeterminación, independencia y también dos huevos duros. Esa parece ser la máxima, el lema que rige el proceder de nuestros gobernantes en funciones con respecto a la política catalana. Según dicen los expertos, el derecho a la tan mentada autodeterminación solo podría ser legalmente demandado por aquellos países que tratan de sacudirse el yugo de la colonización de otras potencias o que han estado sometidos a dominio extranjero. Habría que forzar mucho los argumentos para encontrar una justificación así a las pretensiones independentistas en Cataluña. Es verdad que en Europa hubo reinos a lo largo de la historia que fueron conquistados por monarquías rivales. Pero otros optaron libremente —como en el caso del Reino Unido— por asociarse de mutuo acuerdo mediante el Acta de Unión de 1707. En general, son escasos los territorios que hoy día aspiran a independizarse. No me imagino al antiguo reino de Nápoles aspirando a la independencia en pleno siglo XXI.
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Cataluña nunca fue un reino, nunca estuvo sojuzgada por el resto de España, sino que gozó de prebendas e inversiones hasta alcanzar los máximos niveles de riqueza e industrialización. Franco, clamorosamente recibido, colmado de nombramientos, medallas y títulos, enaltecido por La Vanguardia Española y vitoreado por las enfebrecidas muchedumbres en el Nou Camp, si algo hizo fue regar de privilegios una región que supo aprovechar la coyuntura e impulsar el desarrollo que ya venía de muy atrás. Porque los catalanes siempre fueron industriosos, laboriosos, emprendedores y buenos negociantes. Ese espíritu despertó envidias y resquemores. Ya Dante en la Divina Comedia (Canto VIII del «Paraíso») alude a la supuesta avaricia catalana. En el siglo XV el término catalán se usaba como insulto en el sur de Europa, y era extensivo a valencianos y aragoneses, hasta el punto de que al Papa Alejandro VI, polémico pontífice de origen levantino, sus enemigos lo describían como catalán marrano y circunciso.
Cataluña constituyó un núcleo importante en la España romana y en la visigoda. Participó activamente en todas las empresas y afanes españoles en el mundo, desde América hasta Flandes. No tiene ni pies ni cabeza el cuento de que Cataluña se levantó embravecida contra la invasión borbónica, cuando lo que sucedió fue que dos bandos pertenecientes a distintas dinastías pugnaban por la corona española. Y mucho menos cierta es la especie de que toda Cataluña luchó contra Franco en la Guerra Civil.
Por otro lado, las lenguas son factores aglutinantes e identitarios, pero no como para hacer del idioma un elemento de autodeterminación y ruptura. Si así fuera, habría en el mundo tantas naciones como lenguas, es decir, unas seis mil. Y no hay filólogos -ni amnistías- para todas ellas.
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