Yo no sé si ustedes compartirán mi preocupación, pero acabo de enterarme de que cuatro de cada 100 españoles creen de verdad que la tierra es plana. Y esto no es un chascarrillo de tertulia de bar. El dato se refleja en un estudio de la Fundación BBVA sobre creencias y prácticas alternativas. Hago cuentas y me sale que serían aproximadamente 13.000 salmantinos, si se mantiene aquí la proporción, quienes consideran verosímil la historia del «mundo plato» bordeado por un muro infranqueable que nadie ha podido traspasar. Bien.
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El estudio, cuyos resultados tengo delante, sondea la confianza de los encuestados en la ciencia y su disposición a admitir que no todo es como nos han contado que es. He escogido el porcentaje de los terraplanistas porque llevo unos días fascinado por la consideración que los compañeros de otros medios están dando a un selecto grupo de militantes de esta creencia que están tomando platós y estudios buscando visibilidad a costa de la irresponsabilidad de quien pretende organizar un espectáculo que suba la audiencia. El resultado ya se lo pueden imaginar: los negacionistas terminan haciéndose fuertes. Ya lo dijo Mark Twain: «Nunca discutas con un ignorante, te hará bajar a su nivel y ahí te ganará por experiencia».
Vivimos unos tiempos raros en los que importa más la apariencia que el fondo. Demasiado a menudo sucede que el mensaje cuenta menos que la vehemencia con que se defiende y la elocuencia con la que rebate el argumento del otro. Los lectores más veteranos recordarán el mítico programa de debate «La clave», que dirigía el periodista José Luis Balbín y su inseparable pipa. Los espectadores podían escuchar las argumentaciones de unos y de otros y , tras el programa, apagaban la tele con un criterio más formado sobre la cuestión. En la tele de hoy, «La clave» sería un pestiño infumable. Sin gritos, insultos, demagogia y con cero contenido viralizable, solo tendría cabida en uno de esos canales temáticos a los que nunca llegamos con el mando a distancia. Donde estén dos buenas trincheras de «rojos» y de «azules» enfrentadas a garrotazos que den buen share, que se quiten esos truños culturetas, hombreya.
Más estadísticas del estudio que citaba antes: cinco de cada 100 encuestados creen que el número 13 da mala suerte; 13 de cada 100 confían en la eficacia de los curanderos para curar enfermedades graves y un porcentaje parecido creen en la existencia de brujas. Un 17% no se ha terminado de creer que el ser humano haya llegado a la Luna y casi uno de cada tres –ojo, según esto puede haber más de uno en su comunidad de vecinos o en su familia– están convencidos de que los planetas y las estrellas influyen en lo que nos pasa y que los extraterrestres ya están aquí. Y estos son sólo ejemplos de la desconfianza del personal en la evidencia científica. ¿Nos vamos preocupando?
Los redactores del estudio no lo hacen y valoran como «muy baja» esta aceptación de las pseudociencias y este escepticismo, yo diría que patológico, ante la evidencia demostrada. Será que como dijo Rafael Gómez «El Gallo» cuando le presentaron a Ortega y Gasset, «hay gente pa'tó». El problema surge cuando hacemos caso a estos desconfiados patológicos e intentamos averiguar qué sustenta su rechazo radical al conocimiento por considerarlo una imposición. Ya lo avanzaba más arriba: no hay nada: pura desconfianza patológica. Y es que, mejorando la cita de Mark Twain, debatir contra esta gente es como jugar al ajedrez con una paloma; no importa lo bien que juegues porque la paloma no entenderá las reglas, tirará todas las piezas, se cagará en el tablero, y al final se irá sacando pecho creyendo que ganó la partida.
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