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Ayer hablé con Francisco Javier Martínez. Eso no les dirá mucho. Nombre y apellidos muy comunes, pero, en realidad, detrás, hay alguien extraordinario. Para que entren en contexto, es mucho más fácil si se lo identifico como el Policía Nacional que hace unos días, fuera de servicio, le salvó la vida a un niño de tres años que se había ahogado en la piscina de una casa rural de Villar de la Yegua. Así de simple y de eterno.
Me ha relatado Francisco que el padre del pequeño fue el primero que se lanzó al agua, el cuerpo del niño flotaba entre hinchables, nadie vio ni oyó cuando cayó a la piscina. Su piel estaba morada, sus ojos en blanco, y su pecho no se movía. Estaba muerto. Pero hay batallas que se ganan. Su padre lo abrazó con la desesperación de a quién se le va la vida en un segundo, pero le convenció para que lo colocara en el suelo y comenzó a practicarle la reanimación cardiopulmonar. Treinta complexiones, dos insuflaciones; una y otra vez. Se le había grabado a fuego en el curso de primeros auxilios.
A su alrededor todo era dolor, pánico y ruido, mucho ruido. Pero su mente estaba concentrada en una cosa: treinta complexiones, dos insuflaciones. Minuto tras minuto. Hasta seis. Y entonces la vida regresó, primero a unos ojos asustados y después a unos pulmones encharcados. Y la muerte se marchó por la puerta de atrás de esa casa rural y la vida regresó; la del niño y la de sus padres, que abrazaban con una pasión medida y delicada a su pequeño, con miedo a hacerle daño. Y Francisco dio un paso atrás para sonreír, notó cómo se relajaba la musculatura agarrotada y se emocionó, porque también los policías se emocionan, aunque sean veteranos. Me contaba también que la madre del pequeño no paraba de abrazarle y de decirle «nos has salvado la vida», como una letanía de eterna gratitud. Si pudieran rebautizar al pequeño le llamarían Francisco Javier Martínez, así, todo junto, con nombres y apellido. Si por ellos fuera le podrían su nombre a una calle, a la comisaría y a toda la ciudad. Merecido. Él insiste que no ha hecho nada extraordinario, que cualquier otro hubiera actuado igual en esa situación y que todo ha sido cuestión de azar. No es así, su templanza y profesionalidad ha salvado la vida a toda una familia. Y con tanto 'mierda' y tanta ruindad campando a sus anchas por este mundo, un destello de esperanza reconforta. Así que, aunque no recuerden su nombre, quédense con que siempre habrá alguien dispuesto a pelear por salvar su vida.
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