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Hacía muchos años que no turisteaba por Madrid. Desde que me fui a romper el cascarón de periodista el mismo año que nos rompíamos el cerebro con el cambio al euro no había paseado ociosamente entre sus calles. Y la sorpresa ha sido generosa, porque he redescubierto una ciudad digna de su historia. Carlos III estaría orgulloso de su majestuosidad, enriquecida por la rehabilitación de edificios históricos otrora descuidados; y Tierno Galván presumiría de su hiperactividad, un bullicio eterno que llena todos las esquinas.
Madrid ya es esa ciudad en la que la intimidad sólo se refugia en rincones demasiado escondidos para ser encontrados. Todo está invadido. Plebe y turistas saturan los recursos y hasta una visita a un museo se cobra su peaje en forma de cola. Una hora para rendirle honores a Velázquez en el Prado, otra para reinterpretar a Picasso en el Reina Sofía y hasta setenta minutos para el Palacio Real, y eso que no está el monarca, ni el actual ni el emérito, para recibir al personal en la Sala de los Embajadores. Jóvenes y veteranos pasando frío en la calle para enriquecer su cultura. Si Quevedo presenciara la escena se la caían hasta los anteojos.
Todo es frenético en Madrid. Las barras de los bares arden a la hora de comer; caña, vermú y tortilla de patatas, y un bocata de calamares. Más colas y más dinero para la caja. Y uno, que nació y vive en provincias, siente envidia porque sólo con un nimio porcentaje de ese ajetreo podría impulsarse la economía de zonas mesetarias.
Pero, cómo un agujero negro cuya masa lo engulle todo, Madrid no deja escapar ese flujo, lo mantiene con una inercia centrífuga a la que contribuyen generosamente los responsables públicos, que capitalizan sus políticas allí donde se concentra la población, y por ende, el voto. Así que, lejos de propiciar que Madrid reparta turisteo a territorios cercanos, nos limitan recursos como el tren, suspendiendo frecuencias y fijando unos precios que hacen inviables las escapadas fugaces de los turistas.
En vista de que a muchos les cuesta ver más allá de la M-30,es trabajo también de las instituciones locales vender sus atractivos allí dónde poder pescar visitantes y, quién sabe, si futuros vecinos. Caminando por la Gran Vía descubrí una oficina de turismo de Castilla-La Mancha y me pareció una buena idea. Quizá el tipo de idea que merece la pena copiar.
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