Iba hecho un pincel. Con su chaleco negro y su camisa rosa, abotonada hasta arriba. Transmitía algo de nerviosismo y mucho de ilusión. Es posible que fuera su primera vez y quizá, quién sabe, si la última. Atento al listado con su rotulador fluorescente en la mano, esforzándose en cada segundo por hacer bien la tarea encomendada. Esa noche no había dormido bien, demasiadas ideas saltando en su cabeza al unísono y sabía que tenía que ordenar toda la información para actuar con precisión cuando todo empezara. Mentalmente, con su camisa y su chaleco esperando colgados de una percha, hilvanaba los pasos una y otra vez. Él no tenía recuerdo de que alguien con síndrome de Down estuviera sentado en una mesa electoral. El azar le había colocado en ese desafío y, por supuesto, iba a estar a la altura.

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Llegué a votar apurando los últimos minutos. Alcaraz y la arcilla de Roland Garros me habían atrapado y hasta que sus padres no compartieron con él las lágrimas de la victoria no salí camino del colegio. La jornada electoral se agotaba y el ambiente era distendido como el de una discoteca cuando se encienden las luces. Tras elegir mi papeleta acudí a la mesa y me encontré frente a frente con él. Impoluto, como a las nueve de la mañana. Olía como los bebés recién salidos del baño. Tras darle el DNI, comenzó a escudriñar la lista de nombres, pero no estaba solo en tan ingrata tarea, le ayudaba un compañero de mesa, un punki de no más de treinta años con cadenas y pulseras de pincho. Y en ese momento, todo me pareció perfecto.

Quise ser Velázquez para pintarlo, y Paul Auster para describirlo, y José Luis Cuerda para rodarlo. Es lo más parecido a la democracia pura que había experimentado en muchos años. Dos jóvenes, diametralmente opuestos en su rutina diaria, se armonizaban para dar con mi nombre en un listado interminable. Tras hallarlo y subrayarlo convenientemente de amarillo fluorescente, el chico, el del chaleco negro y la camisa rosa, retiró el papel de la urna y me permitió depositar el voto. Se lo agradecí y me giré con una sonrisa en el rostro. A veces no hace falta más.

Ni el soplagaitas de turno que había escogido su papeleta con estruendo y publicidad para que todos supieran de qué ejército forma parte me estropeó el momento. Tantos años navegando con la política y conociendo la ruindad y mezquindad que destila que casi termina uno por perder la fe en el sistema. Pero siempre quedará alguien con un chaleco negro y una camisa rosa abotonada hasta arriba. Gracias.

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