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Si alguna vez me reencarno, que sea en alcalde de pueblo. De uno pequeño, con calles que acaban en caminos, de esos en los que no sólo conocen el nombre y apellidos de todos sus vecinos, así como toda la saga familiar, sino que sabrían recitar de memoria hasta el nombre de los animales de cada paisano: perros, gatos, ovejas y gallinas.
- ¿Qué tal anda la Picona hoy?
- Pues parece que avieja, apenas me pone huevos la condenada.
Una escena como esta, ante una puerta de corral de un verde desteñido, encierra más autenticidad y honestidad que las miles de fotografías con las que los equipos de campaña nos saturan los teléfonos móviles a los periodistas durante todos estos días de campaña. Eso sí que es carisma.
Durante los últimos días he hablado con varios alcaldes que llevan más de media vida en el puesto, se han saltado la edad de jubilación sin darse cuenta. Todos tienen varias frases cliché: «te llevas muchos disgustos», «dejas de pasar tiempo con la familia»; o mi favorita; «aquí vienes a perder dinero». Pero cuando le preguntas a todos si repetirían la experiencia, la respuesta es unánime y rotunda: 'Sí'. Ellos lo han hecho «por amor al pueblo». Jaque mate.
Esta es la política real, la que te permite acostarte, echar una pierna hacia Cádiz y otra hacia Murcia y dormir a destajo, con la conciencia de saber que has hecho todo lo posible por tu gente. No importan las siglas de tu partido, tampoco las de los otros. No importan los cargos, ni los nombres y apellidos. Importa el pueblo.
Alcaldes sin horario, marcado por un timbrazo a deshora, por un toque de una campana a incendio o por una llamada intempestiva. Alcaldes sin sueldo, sin dietas ni comisiones, sin coche oficial ni asesores de imagen. Alcaldes sin ambición política.
Su mera existencia dinamita el mantra de los negacionistas de la política, el «todos son iguales» que se cuela en los discursos de estos días, a las puertas de unas elecciones. Toda generalización es injusta, pero esta es además ingrata con una generación de alcaldes que se están dejando la piel por romper con un destino demasiado injusto. A ellos les ha tocado ver cómo han perdido el colegio, puede que la única tienda, y a duras penas mantienen el bar. Por eso quiero ser alcalde de pueblo. Ellos representan la resistencia de un modo de vida en peligro de extinción. Así que vayan a votar a sus alcaldes el próximo día 28, con un poco de suerte podrán rematarlo con un buen trago en el único bar que queda abierto.
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