Nadie puede estar seguro de seguir aquí mañana. Si me apuran, cada vez que entrego este artículo no tengo ninguna certeza de vivir para leerlo al día siguiente. Una realidad inexorable que late en el fondo de nosotros, pero que tratamos de arrinconar para no tener esa angustiosa sensación de que vivir, al fin y al cabo, es un accidente. «Vivir es tan raro que se puede esperar cualquier cosa, desde luego, caso de esperar algo», dice mucho mejor Martín Gaite.

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Con todo, a veces no se puede evitar esa sensación de llegar al final del camino, a alguno de los muchos que vamos recorriendo. El ritual de vivir e ir cerrando etapas. Por eso, aunque allí había pintadas de todo tipo, yo me fijé más en las que tenían ese regusto acerbo del adiós.

Desde que aparece en todas las listas de sitios imprescindibles para visitar en Salamanca, el Huerto de Calixto y Melibea es, sobre todo, un lugar para hacerse fotos. Hacía tiempo que no volvía con cierta calma y me alegró comprobar que el pretil más al fondo, hacia la derecha, sigue siendo el lugar en el que echan plumas y aprenden a volar las frases que, pese al borrado periódico con cal y pintura, los jóvenes dejan para la posteridad.

Tiene su poética, seguir sintiendo que lo que se escribe en una pared (que no se debe) cobra una fuerza especial para cruzar el tiempo, aunque al mes siguiente un sufrido operario le vuelva a echar una capa blanca encima y sean los sueños de otros los que ocupen el mismo lugar. «Julia, lo más bonito de Salamanca eres tú», asegura en rojo y con muchas exclamaciones R, que, a sabiendas o no, trae al siglo XXI lo que nos gusta suponer que en ese mismo huerto dijo el propio Calixto: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios».

Tragicomedias, lápidas y paredes son un buen terreno para la hipérbole, que exalta el amor, la amistad («por toda una vida juntas, mejores amigas»), las despedidas de una ciudad que queda atrás y que seguramente es tan maravillosa para generaciones y generaciones de universitarios por las personas con quienes la han vivido y descubierto. «Aún me quedan muchas calles que enseñarte», y como en la pared no caben matices, suena a algo que acaba antes de tiempo. Porque nada pasa tan deprisa como los días de estudiante: «Gracias por estos cuatro años, Salamanca». Porque, sí, hay pandillas que se rompen, pero queda la ciudad: «Ke Sala cuide a mis niñas».

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«Pero siempre es así, somos lo que somos no por las personas que hemos conocido, sino por todo lo que hemos dejado atrás», escribe Gianfranco Calligarich en El último verano en Roma. Un libro lírico y demoledor que estuvo algunos cursos en las lecturas sugeridas para los estudiantes de Traducción. Hasta que se quejaron a la profesora porque les afectaba demasiado, como puñetazos al alma. Seguramente, nadie quiere pensar en su última primavera en Salamanca.

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