Parecía más cerca de los ochenta que de otra cosa. Viernes. Llevaba un rato afanándose por entender cómo hacer un envío y al otro lado de la ventanilla la paciencia iba menguando conforme se acercaba la hora del cierre. Detrás, mi amigo esperaba, cuidándose de no dar ningún síntoma de prisa. Me lo contaba sin poder contener la indignación. El hombre estaba sobrepasado y no entendía bien, y el que lo atendía no solo no hacía nada por explicarse mejor, sino que en un momento empezó directamente a reírse de él. Cuando le llegó el turno a mi amigo, que ya era el último del día, le dijo al operario que qué suerte tenía. Desde el otro lado del cristal oyó un comentario sobre que sí, que ya fin de semana y, educado pero contundente, le corrigió: no, que qué suerte tiene de que ese hombre no fuera mi padre, si no se había comido usted el sobre.

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El mal rato del operario, al que se sumó la mirada reprobatoria de su compañero, ya no servía al cliente agraviado –quien, sospechamos, por suerte no se percató de nada–, pero seguramente vendrá muy bien para futuras ocasiones. El problema es que todos hemos sido niños y sabemos qué quiere y cómo piensa un niño, pero nadie ha sido más mayor de lo que es. Es complejo comprender a un anciano o a alguien que va camino de serlo.

Nos desespera su pérdida de capacidades, recelamos de ellos al volante, condescendemos ante su afán por las batallitas y por lo gratis, su negativa a aceptar el devenir de las cosas. Lo vemos muy claro desde fuera, pero lo cierto es que nadie sabe cómo va a afrontar el confuso proceso de hacerse y ser mayor.

Yendo al trabajo por la Chinchibarra a menudo me cruzo con tres personas en distintos momentos de ese proceso. Al mayor de todos lo veo salir cuando hace bueno a pasear o sentarse, con su bastón, las gruesas gafas resguardando una mirada algo perdida. Verlo siempre me alegra. Recuerdo que hace muchos años, cuando yo acompañaba a mi abuelo en sus paseos por el barrio, un día se nos acercó a preguntarle a mi abuelo si estaba bien, si quería hablar con él un rato. Ahora lo veo en su banquito y me parece que ya no espera mucho de la vida que un poco de sol. Poco más allá un hombre, solo algo más joven, encera una y otra vez su coche aparcado. Con gesto seguro, tararea y pasa la esponjita por todas las esquinas ya antes relucientes. Y unos metros después me cruzo con un tercer hombre, el más joven de los tres, que, caminando o sentado, habla casi permanentemente por teléfono. Freno el paso para escuchar algún retazo de sus conversaciones. Mantiene intensos debates sobre la actualidad con vocabulario amplio y mesurado.

A fuerza de cruzarnos, he desarrollado una rara sensación de familiaridad con ellos. Les imagino una vida y me gustaría pensar que se las siguen arreglando bien para ser felices. Lo que jamás se me ocurriría es creerme mejor que ellos.

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