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Dice Antonio Orejudo en su maravillosa novela Ventajas de viajar en tren: «Si la gente se cree a pies juntillas lo que Martín, o cualquier otra persona, cuenta en un viaje de tren, como si hubiera una ley que obligara a contar la verdadera biografía, eso es problema de la gente». Pues viajar en tren se asemeja bastante a una campaña electoral como esta que, por fin, ya declina.
Al contrario, puede parecer que existiera una ley que obligara a engañar. Se promete sin escrúpulo. No hay rubor en asegurar que lo que no pudo hacerse en años ahora sí que sí o que lo que otras administraciones negaron en seco de repente tendrá por fin el '3 en 1' que desatasque la situación.
Las campañas son ese territorio irredento donde, para el político, es difícil ganar algo y muy fácil perderlo. Un mal resbalón por el pasillo del tren de madrugada y todo el complejo entramado demoscópico al garete. Encima, en los tiempos de redes sociales, no hay más remedio que alimentar la caldera de la locomotora al minuto. Los candidatos se ven obligados a vivir en una hiperactividad sonriente a la que les empujan esos ignotos asesores.
Así se va tejiendo la agenda. Con sobresaltos por el camino según vaya pareciendo. Un Consejo de ministros en modo rifa o introducción de medidas sorprendentes como esa rapidísima oficina anti-ocupa regional.
Tendré mucha suerte, pero no conozco a nadie, que conozca a alguien al que le hayan ocupado su vivienda. No digo que no exista y pueda ser grave, pero da la sensación de que un día sales a comprar el pan y un malvado okupa agazapado en el rellano aprovecha y entra en tu casa y tampoco es eso.
Claro, es más fácil regalar entradas de cine o poner un número de teléfono que resolver otros problemas. Lo que sí conozco es mucha gente que no se explica cuando pasa por la caja del supermercado qué ha roto para pagar semejantes cantidades. Salmantinos que esperan y esperan por una consulta o los que tienen que irse, a su pesar, porque aquí nada se les ofrece (soy el único que vive aquí de mi pandilla de la infancia). Pagan una culpa que pueden repartirse amigablemente todas las administraciones.
De postre, los que vienen los fines de semana o los puentes a su ciudad ni siquiera pueden optar por el tren. Bueno está conseguir asiento.
Lo del tren. Va más allá de un medio de transporte. Es un símbolo del abandono total, de la mentira (¡no hay maquinistas!), de la indiferencia. Y de la mezquindad. Estoy convencido de que la cuarta frecuencia (al menos) vuelve antes de las elecciones generales. Alguien ha decidido guardarse esa bala... Pero, cuidado, no pase que aparezca por el otoño tan contento y le suceda como al personaje de Orejudo: «No esperaba volver a verlo —confesó Helga tratando de aparentar normalidad—. Pensé que estaba muerto.» Y el tren acabe por ser una bala en el pie.
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