En esta era de la volatilidad de las redes sociales, hay algunos memes socorridos que, sin embargo, siempre estarán ahí. Uno de esos nos presenta la imagen de dos niñas en una piscina. Una hace pie perfectamente en un estribo y sonríe mientras es objeto de todo tipo de atenciones de su madre.

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A unos pocos centímetros, ignorada por ambas, otra niña parece luchar angustiosamente para mantener la cabeza fuera del agua. Un día alguien decidió añadir a esa primera situación otra en la parte inferior, un fondo marino en el que un esqueleto encadenado a una silla sonríe con estoicismo ante su negra suerte abisal.

Solo hay que adaptar la escena a cada momento y otorgar a cada participante un nombre, un papel. Es tan genial que nunca falla. Sirve para la atención que las administraciones dedican a unos y otros territorios y para retratar la atención mediática desmedida a cuestiones verdaderamente baladíes en comparación con otros problemas de mayor calado de los que se pasa de largo. Recordarán que una vez nevó en Madrid y no se habló de otra cosa en semanas.

No hace falta un caso tan extremo, basta con ver las agendas de los programas matinales de televisión confundiendo a menudo lo que pasa en la capital con lo que nos pasa a los otros millones de ciudadanos y, seguramente, arrastrando así inevitablemente las lisonjas de esa madre piscinera que son los políticos.

Es fácil repartir los papeles. La niña ahíta de atención se identifica claramente con los centros de concentración de poder político, mediático y poblacional, cada uno en su escala. La niña que lucha desesperadamente por mantenerse a flote se parece a casi todos los demás. Resto de ciudades que patalean unas junto a otras que están igual o peor en una piscina en la que cada una busca salvarse como pueda.

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Y luego está el esqueleto del fondo. Para el que ya no queda ni una mirada de reojo. El medio rural. El que sufre el olvido más injusto, el que para muchos lleva siglos muerto y enterrado. El que ha tragado más agua que nadie.

Hablando de agua, cuesta creer que casi 200 pueblos de Salamanca y Zamora hayan estado tres semanas, tres, sin tener abastecimiento potable por presencia de una sustancia potencialmente cancerígena y esa madre de nuestra piscina no haya ni girado un poco la cabeza. Claro, a estas alturas habría que utilizar equipo de buceo de profundidad.

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A nuestros pueblos se les pide mucho. Que no abandonen el monte, que provean de alimentos, que produzcan en su suelo la energía que necesitan las ciudades. Que nos esperen con una paella, un baile y una sonrisa cuando volvemos en agosto.

Pero qué poco les damos. Qué poco nos interesa cómo harán para mantenerse a flote en medio de problemas y trabas de todo tipo. Ya se soltará el esqueleto de la cadena por su cuenta. Y si no, pues más sitio para placas solares y molinos.

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