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Como a veces se conoce más lo de lejos que lo de cerca, hasta este verano no había pasado por Cádiz. Una ciudad paseada antes mil veces a través de sus pasodobles y cuplés carnavaleros («Dicen que pueblo que canta, pueblo que espanta sus males, por eso a Cádiz le salen los males por la garganta y así nunca se atraganta con sus pecados mortales…») pero que nunca había tenido la suerte de recorrer en sus callejas de la Viña, sus jardines suspendidos sobre el mar, su bullicio en Las Flores o su apacibilidad en La Mina.
Como me ha pasado en lugares como Zamora, Burgos, León, Cuenca o la propia Sevilla, no impacta tanto (aunque también) la existencia de determinados monumentos más o menos icónicos, sino un ambiente de cierta autenticidad que te hace sentir que, de alguna manera, te acercas a la esencia de esas ciudades viejas, cuando cada una era distinta a su modo, antes de la dictadura del caravista, las áreas residenciales y los malls.
Cada vez que tengo esa sensación regreso luego a Salamanca (con añoranza intensa de su Plaza, con ganas de besar el suelo al llegar como hacía Karol Wojtyla en sus viajes) con el pensamiento de que tenemos una ciudad que no merecemos. Le hemos fallado, porque solo hemos sabido, o querido, conservar los puros y duros monumentos y hemos dejado que los músculos que sostienen ese esqueleto magnífico de piedra dorada se hayan debilitado hasta el extremo.
Una ciudad histórica es mucho más que su catedral, por excepcional que sea, que sus iglesias más espléndidas, sus palacios más impresionantes. Más incluso que las ruinas que han tenido la fortuna de no verse arrasadas por algún plan parcial. Es algo más difuso que todo eso y a la vez palpable cuando se recorren esos contados rincones que se han salvado ‒tiende uno a sospechar que por puro azar‒ de una particular forma de entender el progreso.
La Salamanca de 2024 es el resultado de muchos avatares. Sobrecoge leer el recuerdo de Ramón de Mesonero Romanos (Memorias de un setentón, 1878) de la visita con su padre a la ciudad tras verse liberada de la invasión francesa: «la verdad es que esta antiquísima y monumental ciudad había sucumbido casi en su mitad, como si un inmenso terremoto la hubiese querido borrar del mapa». Monumentales edificios destruidos para siempre, torres que nunca volverían a levantarse hacían a su padre llorar y a sus hijos con él.
Y entre guerras, derribos e iluminados hemos llegado hasta hoy, donde nos queda un patrimonio único pero asediado de peligros. Causa sorpresa el revuelo con las macetas de la Compañía, una fea anécdota, y lo naturalmente en cambio que se asume que las casetas de la Feria de Día rompan la vista y expulsen sus humos contra la Casa de las Conchas. Debe ser que la Rúa ya se da por perdida y ahí no importan ni sombrillas ni cables. Pues puesto a elegir, qué quieren, mejor las macetas.
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