Ni les cuento su cara. Se le aparece la mismísima Notre-Dame de Lourdes y le resulta más normal. Por orden. Sábado por la mañana. Disfruto con mi amiga Sofía de un café en nuestra terraza habitual. Baldo nos acaba de preguntar que si lo de siempre cuando pasa un nutrido grupo de turistas. Su acento llena por unos momentos la Rúa. Comento que me gusta mucho la sonoridad del francés pero que apenas conozco unas palabras. De hecho, ahora mismo solo las 150 que caben en una canción ya antigua de Zaz que me encanta y escucho a menudo. Nos reímos pensando que de repente me planto en medio del grupo y le suelto la letra de la canción en retahíla.
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Entretanto, ellos han ido a la catedral, han visto l'astronaute y vuelven. Un señor aprovecha para parar en el cajero automático y me doy cuenta de que mientras avanza guardando dinero y recibo deja atrás, como tributo al otoño que no acaba de decidirse, el dorado de su tarjeta de crédito que cae solemne al suelo. Me levanto, la recojo y lo persigo unos pasos. Escuse muá, mesié. Y le muestro la tarjeta. Y ya no sé qué más decir porque solo se me viene a la mente la letra de esa canción (¡Ce n'est pas votre argent qui f'ra mon bonheur, j'veux crever la main sur le coeur!). Por suerte, no digo nada más, aunque en un reflejo me llevo la mano al corazón, como si eso lo explicara todo. El hombre rebusca en su cabeza y articula un arduo mu-sssas gra-sssias con ojos como platos. Y los dos nos vamos tan contentos.
De entre las gracias que no quiso darme el cielo, la de mi incapacidad con los idiomas es la que más me entristece. Por eso admiro a quien se maneja con soltura jugando en idioma contrario. Como cuando vamos a Italia y a Sara, mi mujer, no dejan de preguntarle si de verdad no es de la misma Roma. Como cuando mi amigo Nacho consiguió su primer contrato con un gran despacho en una entrevista en inglés por videollamada desde Bélgica, o mi amigo Pimi se fue a Australia a dar clases a la universidad.
Tan lejos de mi alcance como el récord de salto de altura. Vidas que no tienen miedo a salir a los medios del ruedo del mundo. Cuando vuelven traen sedimentos en la garganta que hablan por los kilómetros recorridos. Como cuando Blanca te dice que aplicó para un mejor trabajo en Oxford o Marina, cuatro años de reportera en Colombia, me preguntaba «¿pues cómo así?» ante mis enredos mientras sus ojos te apapachan el alma.
Me he de conformar con viajar en el tiempo, desenjaular las palabras de mi abuelo que me anidaron en las cuerdas vocales. Y sonrío cuando meto un atrochemos por aquí, o me he implado de postre o pasó como un estrumpido. Cómo nos define la lengua que llevamos metida en los pulmones. Cómo no dejar a cada uno que hable lo que quiera. A mí me pone de buen inclín recordar de pronto una palabra de mi abuelo y soltarla. Y me llevo la mano al corazón.
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