Seguro que ustedes lo han visto igual que yo. Plena pandemia. Gente bajándose la mascarilla para escupir al suelo. O donde cayera. Y no hablamos de cuando la cosa ya tenía un componente más bien 'simbólico', sino de los momentos duros. Un auténtico cortocircuito en tiempos de gotículas transmisoras y distancias de seguridad.

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Si fuera cosa de niños, podríamos echar la culpa al fútbol. Maldita manía. Veinte años me pasé jugando y jamás se me ocurrió escupir. Puede aducirse, con razón, que yo era malo como la sarna, pero no creo que la calidad en el juego se deposite justo en ese detalle.

Y no, no solo escupen mentes tiernas por un efecto imitación. Escupen los adolescentes en torno a su altavoz bluetooth, los que pasean al perro, los que esperan al bus… los mayores.

Veo el anuario de la Policía Local y me llevo las manos a la cabeza. Nueve multados por escupir en todo el 2022. Cómo serían los casos. ¡Si nueve personas escupiendo las veo yo casi cada mañana!

El otro día, mientras ambos esperábamos el semáforo, un motorista se subió la visera del casco y procedió, regodeándose en la suerte, a apuntar al bordillo. Mi cara de asco se encontró con su mirada retadora. ¿A qué suelto otro?

Ahí vamos. Escupo porque la calle es mía. Orino, tiro un papel o no recojo las deyecciones de mi perro por ídem. Hace poco leí un argumento arrebatador en las redes: «hay gente a la que pagan por limpiar, no voy a hacer yo su trabajo».

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Al visitante le llama la atención lo limpia que se ve Salamanca. No solo el centro: yo voy y vengo por la Chinchibarra y da gusto. Pero la situación objetiva de limpieza contrasta con las actitudes, abundantes, de poco civismo.

Así que el mérito, a qué negarlo, es más de los servicios municipales que del ciudadano, que, en muchos casos, sigue a lo suyo, con sus pipas, sus bolsas, papelajos. Y chicles.

Otro gran símbolo. Mastico un chicle y, cuando me aburro de él, al suelo va. Así nacen esos molestos puntos oscuros que salpullen enlosados y baldosas.

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El Ayuntamiento ha comprado unas mochilas último modelo que destruyen el residuo de chicle en cuestión de segundos (hasta trescientos a la hora), porque si no puedes con la causa, ataca -qué se le va a hacer- el efecto.

Alternativa a dedicar a la plantilla al completo de la Policía Local al noble pero estéril afán de aplicar con el máximo rigor las ordenanzas.

Se dirá que una ciudad viva se ensucia: hojas, ramas, aves, contaminación, accidentes. Claro, pero papeles, plásticos, ¡colillas! no aparecen de la nada. No sé si hay que llegar al punto de mi amigo Félix, que cuando va de acampada con su camper luego recoge lo suyo y lo de los demás.

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Nos podríamos conformar con un civismo elemental para lo propio. Mientras, máquinas como esas quita-chicles son armas que disparan contra lo peor de nuestro egoísmo.

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