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Opinión

Dejar jugar

«Mis padres jamás me vieron jugar un partido y hoy saben la alineación completa y estadísticas de los equipos de sus nietos»

Jueves, 9 de mayo 2024, 05:30

Me llamaba Emilio para comentarme la noticia. Un compañero del colegio había escrito trágicamente su última línea. Encontrando al amanecer entre dos coches, lo cruel que es la vida, de la calle Esperanza. Aunque hubieras cruzado unas pocas palabras con él hace mil años, esa rara camaradería entre los que compartimos, de una forma u otra, patio de juegos te mete una pena densa por la garganta. Fría como el cristal en el que escribíamos en invierno cualquier temeridad entre clase y clase.De esas tropelías sabía mucho Carlos. La persona que más me ha hecho reír en la vida. Desempatados en la lista solo por el segundo apellido, nos pasamos un buen puñado de cursos emparejados en clase, su pupitre detrás del mío, y sus ocurrencias, geniales, sobrevolando mi oído y las carcajadas metiéndonos en algún que otro problema. Con su placa y su pistola, el abrazo que me dio hace poco a la puerta de Comisaría cuando fui a renovarme el DNI venía envuelto en la trampa de la nostalgia. Mil y una aventuras y no todas confesables. Nos hacemos mayores, Paco. Ya, pero ¿y lo bien que lo hemos pasado?

Hay una red con esos antiguos compañeros de los que a veces recuerdas poco más que el nombre, o hasta ni eso, pero con quienes te une un vínculo raro e indeleble. A veces saber de ellos es poco más que saber de aquella prima que se fue a Australia: no es que te vaya la vida en ello, pero no te molesta. Y pasa que, con muchos, aunque te veas muy de año en año es como si te vieras todos los días. Como cuando al otro lado del ordenador que maneja las señales de tráfico inteligentes por el peligro de animales en la carretera me encontré a Rober, y ya estábamos ahí hablando de nuestras cosas.Claro que con él también compartí vestuario y mil batallas. Lo llamábamos Chuck, por Chuck Norris, porque era un defensa expeditivo, capaz de levantar la pierna hasta el larguero si hacía falta. Pero jamás dio una mala patada. Casi nadie la daba, en realidad. Había todavía algo de esos códigos de calle, de ir a muerte, pero con reglas.Eran otros tiempos, con menos «highlights» en el grupo de la familia y menos padres en la banda. Los míos jamás me vieron jugar un partido y hoy saben la alineación completa y estadísticas más destacadas de los equipos de sus nietos. Eso tiene aspectos positivos y negativos, pero me temo que esa implicación a menudo mal entendida está muy directamente relacionada con el incremento de las escenas agresivas o violentas en campos escolares. Niños y niñas que juegan bajo una presión terrible y que, sobre todo, son la excusa para actitudes pendencieras, envalentonadas, hacia otros padres y también otros niños y árbitros ‒a menudo también menores de edad‒, que viven un calvario. Y con tanto ruido es imposible escuchar todo lo que enseña ese deporte que se juega más con la cabeza que con los pies.

 

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