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Como no había plataformas, ni aplicaciones, las «notas» de Segundo de Preescolar (hoy Tercero de Infantil) las iba escribiendo con paciencia Charo en una hojita cuadriculada que incorporaba al archivador con el que salíamos del colegio el último día de clase.
Todavía la guardará mi madre por ahí. Era más una carta cariñosa que una evaluación en regla. La recuerdo perfectamente. Empezaba diciendo que todo había ido bien, que había aprendido mucho… pero luego, la buena de Charo, con esa intuición de esos valiosos y vocacionales maestros, ya detectaba que el prenda, yo, solía ser «un poco charlatán y a veces se distrae».
Lo de charlatán, pues, me viene de lejos y en cuanto a lo de distraerme solo me quedaba pensar, debajo de mi eficaz cara de niño bueno: «Siempre me distraigo, solo que tú a veces no te das cuenta».
Aquella carta, primer peritaje de la vida real, me la hacía declamar mi madre a las visitas -yo me recreaba bastante en la fase laudatoria y trataba de embalarme en la admonitoria- y acababa con la recomendación de que durante el verano «escriba y lea algo para no olvidar».
Cuestión que en casa se tomó muy a pecho, interpretando el «algo» como: «Ingrese a su hijo en un scriptorium medieval y que arree».
Y en una operación perfectamente coordinada entre progenitores mi padre llegó aquel día del trabajo con un no muy delgado cuaderno de vacaciones que sonaba a condena a muerte.
Compañero para un verano de primeras lecturas gracias a la pobre Charo, que se dejó en el empeño alma y garganta, y también de territorios por explorar, de misterios y monstruos y de preocupaciones de niño que casi nunca coinciden con las de los mayores.
Por eso cuando hace unas semanas a Julia le dijeron que su compañero Alberto ya no iba a volver nunca, no solo lloraba porque no lo iba a volver a ver en el patio del Félix Rodríguez de la Fuente, también porque al pequeño al final no le había dado tiempo a aprender a leer.
Alberto había asistido a todas las clases de Infantil que le permitió el tratamiento contra el linfoma de Burkitt. Aunque sus padres pusieron el mundo patas arriba buscando un donante de médula, al final no fue posible el trasplante.
A sus compañeros y a todos se nos partió el corazón aquel día que volaron los globos en el cementerio de Monterrubio, pero Julia, además, pensaba cómo haría su amigo sin poder leer cuentos ni tebeos.
Hasta que hace unos días, la clase fue de excursión de fin de curso a Alba de Tormes y su profe, María José, les contó que esa señora de allí arriba, que sujeta un libro, se llama Teresa y que había aprendido a leer ella sola a los 6 años. Julia volvió a casa tan contenta: «Mamá, seguro que Teresa va a enseñar a leer a Alberto en el cielo».
Y ya siempre me imaginaré a la santa con un cuaderno de vacaciones para el pequeño Alberto entre las manos.
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