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Es posible que las salas de espera de un hospital sean uno de los micromundos más extraños dentro de este mundo. Un lugar cerrado, no muy grande, donde parece que siempre sobrevuela, junto con el olor a desinfectante, la sombra de la desgracia. Solo hay una cosa peor que la desgracia: el anticipo de la desgracia. Y se incuba al calor insalubre de las salas de espera.
Un lugar donde el tiempo no sirve de nada –¡Llevo aquí desde las nueve y nada! –. Donde el dinero tampoco sirve de mucho. La única moneda de utilidad es un número impreso en un endeble cuadradito como de papel de fumar que, al parecer, hay que mirar compulsivamente mientras una pantalla va emitiendo un sonido estridente que se sobrepone al ruido de los móviles, las conversaciones con susurros y gritos a la vez y las quejas de aquellos a los que el sistema de acceso a la tierra prometida de la consulta ha querido desfavorecer.
539, Consulta 2. 421, Rehabilitación cardiaca. 613, Consulta 12. ¡Nos han saltado, es imposible que no nos toque nunca! Intentaría explicarle que no es exactamente una rifa, pero hace tiempo que he decidido mirar al suelo. Desde que un nutrido grupo –no sé si se encontraron en el camino o habían quedado para ir juntos a la consulta– pasó a mi lado experimentando cierta convulsión interna. Mi cara les sonaba. Recordaban haber oído que me había pasado «algo», y ese algo –ocurrido, parece mentira, hace ya un año–, tenía premoniciones tan siniestras que hasta yo mismo me asusté de lo que no tenía.
780, Consulta 6. Me toca. En una sala provisional, pequeña para casi cualquier cosa, el médico se afana en hablarme como si estuviera traduciendo directamente del finlandés. Miro la estrecha consulta donde todo parece, en contraste, desproporcionadamente grande. El ordenador, la camilla, la mesa que parece encajada, más que colocada. Alabo mentalmente la entrega de nuestros sanitarios. Su esfuerzo pedagógico, su capacidad de empatizar con cada número que salta en la pantalla. Seguro que alguna vez llegará el nuevo edificio de consultas y todo será más fácil, pero lo esencial, nunca hay que olvidarlo, seguirán siendo ellos.
¿Y lo mío? Todo casi bien. Sea por lo que sea, tienes el corazón un poco vago, pero solo un poco, y seguramente en muy poco tiempo vuelva a la normalidad, me explica antes de adentrarse en disquisiciones más profundas con apariencia de buena noticia.
Le estrecho la mano y le susurro que encantado. Y me quedo con ganas de decirle que así estamos bien, que no hay nada que me identifique mejor que un corazón vago, solo un poco. Lo justo para dejar los apuntes descansar hasta la noche antes del examen, para decir ya tendré tiempo de ir a esa exposición que cierra… ¡mañana!
Es una suerte un músculo que te represente tan bien. Será por eso por lo que a veces siento que más que con la cabeza me he pasado los años soñando con el corazón. Cinco minutos más y me levanto.
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