Veía la otra madrugada a Adrien Brody sacarse de encima como podía el chicle con el que había entretenido los nervios para subir a recoger su Óscar por su papel en 'The Brutalist' y me caían encima un montón de recuerdos. De esos chicles que eran una pandemia imposible de erradicar, a pesar de la advertencia de las penas del Tártaro, en los bajos de las butacas del cine de Salesianos, donde quedaban como un vestigio arqueológico de las generaciones de mondas, empero las campañas de limpieza, espátula en mano, cada cierto tiempo.
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Había días muy señalados en los que, en el patio, al llegar, veías la furgoneta de Joaquín, llena de latas de películas. Era la confirmación de que tocaba cine para dar la máxima relevancia a la efeméride correspondiente. Y si difícil, aunque estricto, era el control bucal antes del cine, la epidemia de chicle era inevitable cuando la peli era larga y había pausa para el recreo.
Como ahora en 'The Brutalist', antes las pausas en el cine eran casi obligadas. Más si se trataba de mantener bajo control a una masa de cuatrocientos angelitos a cuya imaginación las luces apagadas daban quizá demasiadas alas. Así que se volvía del recreo y se continuaba, entre ruido de chucherías recién repostadas, con la proyección. Abundaban en aquella cartelera festiva las grandes aventuras. Seguramente viera allí una versión setentera de Miguel Strogoff de la que guardo vago recuerdo. El intrépido correo atravesando al galope Siberia sin ser consciente de esa terrible red de chicle que crecía a su paso, que ríete de las ciénagas de la Baraba.
Algunos años después, en esas aulas conocí a mi amiga Belén. Ella vive en Madrid y lleva años planificando, medio en broma medio en serio, su regreso a Salamanca con un proyecto en torno a su pasión, los libros y la poesía. Estas navidades quedamos a comer y pensaba que le tomaba el pelo cuando le expliqué que la comarca de sus orígenes familiares, zona noroeste de la provincia, está más despoblada que Laponia. Citaba de memoria a Eurostat hasta que hace unos días La Gaceta confirmaba que, efectivamente, gran parte de Salamanca está peor que Siberia.
Aunque la ciudad resiste como puede y en su zona metropolitana hay algún brote verde, en un radio de pocos kilómetros más el panorama es desolador. Los habitantes que van quedando son auténticos héroes que luchan con servicios básicos cada vez más alejados, con un abandono insufrible en el que solo aparecen dos alternativas: o el turismo o acoger lo que nadie más quiere (placas, molinos, biogás, minas). Un círculo infernal que empieza con el cierre del colegio y acaba con el del bar, pasando por menos días de consulta, por más kilómetros para el pan… hasta claudicar haciendo las maletas. Y qué si no. De esto deberían estar hablando todas las mañanas las televisiones. De ese chicle que nos aprisiona. De la epopeya de Strogoff y Nadia Fédor buscando médico de urgencia en Vitigudino.
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